Algo más que un estereotipo
Hace ya unos años, el padre de una joven con síndrome de Down titulaba así su artículo: Las personas con síndrome de Down nos enseñan el sentido de la felicidad y de la alegría. Y planteaba lo siguiente:
Más allá de su estereotipo, puedo decir con certeza que mi hija Amy ama de verdad a la gente e invita a que la respuesta sea recíproca. ¿Es esto la felicidad? ¿Es esta felicidad de alguna manera más evidente en los que tienen un cromosoma 47? Si lo es, ¿resulta determinante su presencia? ¿Qué es lo que causa su aparición peculiar? ¿Es ésta una cualidad que la mayoría de los que no tienen el cromosoma 47 (o sea, el resto de la humanidad) carecen de condiciones para poseerla? ¿Qué podría haber de peligroso en esa felicidad, conocida peculiarmente por alguien, si la comparte con los demás? ¿Qué es realmente la felicidad?
Y en un artículo que acaba de aparecer, una señora escribe así sobre su hermana con síndrome de Down que tiene 45 años:
Y ahora me pregunto a mí misma: ¿Y qué habría sido de mí sin este ser tan tierno a quien cuidar? ¿No me habrá salvado ella a mí de la locura, del extravío en este misterio que llamamos vida? ¿No me estará redimiendo de mí misma, de un más que posible sinsentido de mi existencia? Y tengo que decir, con el corazón en la mano, que creo que sí. Que cuando sus manitas, que aún a sus 45 años siguen siendo pequeñas, me acarician, me quitan el pelo de la cara o me atan un lazo desatado, no me siento sola en el mundo. Que ella es mi memoria y es mi hogar, que es la persona que más incondicionalmente me quiere en la tierra; que me enseña, que hace brotar en mí lo mejor que yo pueda tener como persona, que lo educa, que lo encauza, que lo templa y que lo pule. Y que le pido siempre a Dios, aunque me digan todos que es absurdo, que nos muramos las dos a la vez, que nos lleve a las dos al mismo tiempo, porque no quiero dejarla atrás, es cierto, pero, sobre todo, porque no quiero que ella me deje a mí.
Tengan o no una bondad natural, nuestra experiencia nos dice que, en primer lugar, ha de ser cultivada para que ese natural se convierta en actos concretos, inteligentes, creativos y voluntarios. En segundo lugar, tenemos la capacidad para conseguir que su actuación y su presencia tengan un sentido; es decir, que en el desarrollo de la estima de sí mismos encuentren objetivos de solidaridad, de humanidad, y de deseos de compartir su alegría y propia satisfacción con los demás.
Así, pues, sobre la base de unas cualidades que puedan surgir más o menos espontáneamente, tenemos que proyectar el futuro de nuestros hijos o de nuestros alumnos de tal manera que aseguremos la consolidación de esas cualidades. ¿De qué recursos disponemos? ¿Cuáles son las convicciones y la escala de valores que hemos de proporcionarles, de forma que dispongan de bases o fundamentos sólidos que robustezcan sus conductas?
Indispensables son los cuidados de la salud. Necesarios son los programas de formación académica y formación laboral y social. Pero no podemos olvidar la formación en valores, a la cual tienen también todo el derecho. Si nuestra intención es formarlos para que actúen con autonomía e independencia, hemos de dotarles de instrumentos que les permitan elegir rectamente, de discernir el bien y el mal, de superar egoísmos y actuar con solidaridad y sentido del bien común.
Mienten quienes afirman que no hay escala de valores. Las hay; otra cosa es que cada quién se encargue de elegir una u otra según su conveniencia. Pero de la misma manera que tratamos de convertirnos en modelos para cualquiera de nuestros hijos o alumnos, es nuestra responsabilidad ofrecerlos igualmente a los que tienen síndrome de Down u otra forma de discapacidad, de forma comprensible y ajustada a su desarrollo y a su nivel intelectual. Formación integral es aquella que les permitirá ahondar en su desarrollo, de forma que brillen con plenitud su rica personalidad, su tendencia a la felicidad y su alegría. Esa será su mejor contribución a nuestro mundo. Por eso los necesitamos tanto.
Comentarios