Editorial: De la paciencia a la constancia
¿Tan distinto es nuestro hijo con síndrome de Down de nuestros otros hijos? En muchas ocasiones, cuando se abordan temas educativos y recibimos orientaciones sobre el modo de tratar y educar a un niño o a un adolescente con síndrome de Down, sea nuestro hijo o nuestro alumno, decimos en nuestro interior: «Eso que me están recomendando vale para cualquiera de mis otros hijos o alumnos». Y ciertamente lo es. Porque el más estricto objetivo de la educación ―formar personas capaces, responsables, felices― es válido para todos.
La cuestión no está en el objetivo sino en las circunstancias de cada persona. Y las características psicológicas, temperamentales, conductuales, emocionales y cognitivas de cada hijo condicionan los métodos e instrumentos que hemos de emplear. Las características de las personas con síndrome de Down, por distinta e individual que sea cada una de ellas, reúnen una serie de elementos bastante comunes que están dando origen a la definición de su fenotipo conductual y que ponen a prueba una virtud a veces poco apreciada e incluso, dadas las circunstancias de nuestra época, desprestigiada: la paciencia.
Basta abrir el Foro de Canal Down21 y releer muchas de sus consultas, sus respuestas y sus comentarios para constatar cuántas veces utilizamos esa palabra: paciencia. Porque el niño no termina de caminar; o porque no deja de realizar conductas que nos disgustan; o porque no acaba de aceptar trocitos sólidos en la comida; o porque tiene un catarro tras otro; y, ya no digamos, porque tiene cinco años y no rompe a hablar. Al final de las posibles soluciones o explicaciones para mejorar o corregir cada uno de estos problemas, surge la frase indefectiblemente: «En cualquier caso, haga esto con paciencia».
¿Por qué? ¿Cuál es la realidad que se esconde detrás de todo ello?
La realidad más fundamental es la fragilidad y lentitud con que se establecen las conexiones y las redes del cerebro en las personas con síndrome de Down, que son las que conforman la base sobre la que se fundamenta el origen de nuestras conductas y de nuestras habilidades. Su desarrollo no sólo tarda más y exige más tiempo, sino también exige más repetición porque, con demasiada frecuencia, lo que hoy se conecta mañana se desconecta, lo que hoy aprende mañana se le ha olvidado. Sólo con la repetición se consigue consolidar lo aprendido: en conocimientos y en conductas. Y si aprender algo meramente académico cuesta, mucho más si se trata de incorporar o suprimir una conducta, algo que, quizá, no agrade al menos inicialmente.
Ello exige paciencia; tanto para evitar nuestra propia frustración como para aceptar las limitaciones de nuestro hijo. Pero esta paciencia ha de estar cargada, al mismo tiempo de esperanza. Es decir, una paciencia que sabe que, con trabajo y esfuerzo por nuestra parte, y sobre todo con amor, llegamos a conseguir, si no del todo, al menos buena parte de lo que pretendemos. Paciencia, sí; pero una paciencia activa, robusta, contra corriente, que sabe esperar pero no cede. Una paciencia cargada de constancia, una paciencia que es perseverante.
Pero no nos engañemos; nadie nace paciente, constante y perseverante. Para que la paciencia, la constancia y la perseverancia se conviertan en auténticos hábitos es preciso realizar actos una y otra vez. Es nuestro hijo o nuestro alumno con síndrome de Down el que nos descubre el valor intrínseco de unos hábitos o virtudes que nos van a ayudar a afrontar con dignidad otras muchas tareas y actuaciones en nuestras vidas.
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