Editorial: Es especial. Pero ¿cuánto?
Es especial. Pero ¿cuánto?
Es frecuente que, cuando nace un hijo con síndrome de Down, incorporemos los padres inmediatamente la idea de que acabamos de tener un hijo "especial". Empezando por el ambiente médico-sanitario que le rodea desde las primeras horas, y siguiendo por las acciones de apoyo que recibimos en las primeras semanas por parte de instituciones, amigos o páginas web que ávidamente consultamos, parece que todo se confabula para reafirmarnos en la idea de que, efectivamente, hemos tenido un hijo especial.
Estudiamos y practicamos los programas "especiales" de salud; nos sumergimos en los programas "especiales" de intervención temprana; analizamos e investigamos sobre los métodos y terapias "especiales". Y casi sin darnos cuenta, hemos fabricado un universo cuyo astro central y absolutamente director de los movimientos de nuestros demás planetas es nuestro hijo con síndrome de Down. Todos giramos a su alrededor. Y él se convierte -y sobre todo, se siente- el centro de ese universo.
Cada avance es entusiásticamente alabado, aplaudido, jaleado. Sus logros son tema constante de conversación. Lo enseñamos con auténtico orgullo y satisfacción. Y hasta le provocamos para que muestre una y otra vez ante nuestros parientes o amigos su última hazaña (a veces, como si fuera un monito). Así, año tras año, porque cada edad acarrea nuevos retos y desafíos y -afortunadamente- nuevas conquistas.
Es absolutamente natural que pensemos que tenemos todo el derecho del mundo para que esto sea así. Nuestro trabajo nos cuesta, y todo lo que hacemos es por el bien de nuestro hijo; será "especial", pero tiene derecho a ser tan feliz como los demás.
La pregunta que quizá debamos hacernos es: ¿cuánto de "especial" nace nuestro hijo y cuánto de "especial" le hacemos nosotros?
En nuestro afán de ayudarle y con nuestra mejor intención:
- ¿Cuántas dificultades apartamos de su camino, a pesar de que podría superarlas por sí mismo?
- ¿Cuántos apoyos le prestamos innecesariamente?
- ¿Cuántas alabanzas y premios le damos repetidamente, en nuestro deseo de reforzar positivamente su conducta y motivarle?
- ¿Cuántas veces nos inclinamos por él en sus riñas sencillas y lógicas con sus hermanos, aunque no tenga razón?
- O por el contrario, ¿cuántas críticas o comentarios negativos hacemos a los demás sobre él, estando él delante? Algo que, desgraciadamente, también vemos.
Todo esto puede ser muy natural. Pero es preciso llamar la atención sobre, al menos, dos consecuencias que observamos en la experiencia cotidiana y que debemos considerar. La primera es que, sin darnos cuenta, podemos hacer a nuestro hijo más "especial"; digámoslo claramente y aunque el término nos desagrade, más "inválido" de lo que realmente es. Le estamos enseñando a ser inválido sin pretenderlo y él lo aprende con enorme facilidad. Hay un término para ello: la invalidez aprendida (learned helplessnes, que dicen los ingleses).
La segunda consecuencia es el desarrollo de un inmenso sentimiento de protagonismo. Lo va a mostrar una y otra vez, llamando la atención a su manera conforme va creciendo, sintiéndose con el derecho a ser oído, escuchado... y obedecido. Sin reciprocidad: a él hay que darle pero él no da. Él no es uno más, es él. El "especial" en casa, en el colegio... ¿Y en el trabajo? ¿Y en el mundo de las relaciones sociales naturales que han de ser libres y sólo serán auténticas si son recíprocas? ¿Será entonces uno más cuando siempre se ha sentido único? ¿No queremos, acaso, que viva y se desarrolle en el mundo ordinario?
He ahí una bonita tarea a realizar desde pequeñín. Enseñarle a ser uno más; a saber dar y recibir; a compartir juguetes, compacts, vídeos; a colaborar como uno más en las tareas de la casa; a participar con sus ahorros (y para eso, hemos de procurar que los tenga de acuerdo con su edad) en los regalos de la familia o de los amigos; a no ser siempre el primero en ser atendido u oído; a hacerle respetar su turno en muchas situaciones de la vida ordinaria; a no ser permanente centro de atención.
Resulta difícil, cómo no. Nos sentimos tan orgullosos de él... Hemos puesto en él tanto esfuerzo... Simplemente, pedimos prudencia, sentido común, visión de futuro, para que llegue a ser eso: un buen ciudadano corriente, como todos los demás.