Editorial: Nuestros miedos
Víktor Frankl, en su libro “El hombre en busca de sentido”, recomendaba que como complemento de la Estatua de la Libertad, situada en la Costa Este de Estados Unidos, se debería erigir la Estatua de la Responsabilidad en la Costa Oeste. La libertad no puede alcanzarse si no se asume un grado equiparable de responsabilidad.
Las personas con síndrome de Down, si pretenden alcanzar el objetivo de ser ciudadanos corrientes, compartiendo derechos y deberes con los demás, han de asumir responsabilidades. Pero no podrán si los padres no les dan esa oportunidad. A diferencia de los chicos y chicas sin discapacidad, que en la mayor parte de los casos solicitarán y hasta exigirán sus propios campos de libertad en determinados momentos de su vida, en el caso de los jóvenes con síndrome de Down, si los padres no abren esa ventana, en su mayoría no demandarán esa libertad. Están en manos de los padres y son los padres los que pueden abrir el puño para liberarlos.
Es indudable que las limitaciones en su capacidad intelectual hacen que muchas de las responsabilidades que pueden llegar a asumir sean parciales y precisen de un cierto grado de apoyo. La escolarización consigue mejores resultados con las ayudas precisas. El empleo en empresas ordinarias se basa en el apoyo laboral. Y las experiencias de vida independiente se han sustentado habitualmente en algún tipo de convivencia supervisada. Sin embargo, es tan delgada la línea que separa el miedo de la prudencia, que nunca sabe uno en qué lado se encuentra.
Un padre de una joven con síndrome de Down decía “bastante tienen con sus miedos, para además tener que cargar con los nuestros”. En último caso son los miedos los que nos impiden liberarles. Ellos cargan con sus miedos y con los nuestros como padres y el margen de su libertad se mueve alrededor del margen de ese temor.
La niña pequeña que da sus primeros pasos se ha de liberar del temor de su madre a que se caiga y se haga daño. El escolar que comienza en el colegio, ha de vencer el miedo de su padre a que le empujen, a que se rían de él, a que no pueda aprender a leer. El adolescente que utiliza el autobús, ha de superar la preocupación de sus padres por si se pierde o se aprovechan de él. La persona adulta que comienza en un puesto de trabajo, ha de elevarse sobre la aprensión de sus mayores, a que fracase, a que no la acojan bien en la empresa, a que falle en sus tareas.
En último término, la independencia de las personas con síndrome de Down pasa por la superación de sus miedos, que en realidad son los nuestros. Los espantapájaros se utilizan para dar miedo a las aves y evitar de ese modo que devoren las semillas. Si los pájaros supieran eso, comprenderían que precisamente donde están los espantapájaros, se encuentra la comida. Del mismo modo, si los padres detectan dónde están sus propios miedos y saben vencerlos, encontrarán el punto donde se alimentará la libertad de sus hijos, su madurez como personas. Nuestros espantapájaros, nuestros terrores, nos señalan dónde se haya el alimento que nos permitirá crecer. Lo que tememos nos indica siempre los límites de nuestras posibilidades, las fronteras del propio desarrollo.
Nadie puede conseguir el control de su propia vida si no se le permite asumir sus propias responsabilidades. Las personas con síndrome de Down podrán crecer si les dejamos experimentar, probar, intentarlo, tropezar y levantarse, equivocarse y corregir sus propios errores, fallar y aprender de la crítica, escarmentar en cabeza propia. Todo ello con equilibrio y sentido común. Pero con el convencimiento que han de aprender, en suma, de su propia experiencia.
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