Editorial: Un grito. Una reflexión. Un programa
Quizá este grito nos haya alcanzado, alguna vez, a alguno de nosotros. Es sobrecogedor. Y aunque real, puede que hayamos tratado de que pasase desapercibido porque no nos gusta que llame la atención.
—¡Ya no puedo más! Me siento sola. ¡Que alguien me ayude!
Porque a lo largo de los años y desde que el hijo nació, todos los problemas de salud fueron recayendo sobre ella. También el desarrollo del lenguaje y la comunicación, la búsqueda de colegios, la tensión a la hora de planificar y discutir con los maestros los programas educativos, la programación del tiempo libre y del entretenimiento, los intentos de socialización, la educación en la casa para que adoptara habilidades sociales, la corrección de los malos modos y hábitos… Todas esas tareas interminables que conforman la acción familiar constante y mantenida ante nuestro hijo con síndrome de Down, ¿sobre quién suelen recaer con demasiada frecuencia?
Nos gusta contemplar a la familia como esa especial y natural institución que ofrece la aceptación incondicional del hijo, sean cuales fueren sus capacidades; que muestra plasticidad y adaptación a sus condiciones personales; que dedica tiempo de atención y aborda la totalidad del ser; que se mueve en un ambiente natural lo que le permite realizar una enseñanza informal y adaptada a cada uno; que además ofrece permanentemente modelos de actuación gracias a los cuales se desarrollan los aprendizajes fundamentales; que en ella tienen lugar las relaciones interpersonales y constituye, por eso, el mundo de la comunicación por excelencia. Es una realidad bella, ciertamente. Y que gracias a ella, nuestros hijos con síndrome de Down pueden alcanzar el desarrollo de su bienestar y de la aceptación de sí mismos, como base de la felicidad que para ellos deseamos.
Pero no es menos cierto que se trata de una tarea esforzada, que tiene un coste, y que no pocas veces el coste no está equilibradamente repartido entre los miembros de la familia. Hasta que la cuerda se rompe y ella, la madre, lanza ese grito de congoja. No es que abandone, pero necesita respirar. Y por eso debemos preguntarnos de vez en cuando: ¿cuál es mi realidad familiar?
La vida de la persona con síndrome de Down se ha prolongado de forma sustancial y todos nos congratulamos de ello. Pero esa misma realidad modifica las condiciones sociopolíticas en que nos movemos. En primer lugar, nos sentimos obligados a dotarle de mejores competencias que le permitan vivir una vida más plena e independiente: y ahí está nuestra lucha por la buena y adecuada escolarización, primero, y por el empleo laboral, después. En segundo lugar, queremos que alcance un nivel de socialización y de relación personal que le resulte satisfactorio a largo plazo: y ahí está nuestro trabajo para que incorpore buenas habilidades sociales. En tercer lugar, deseamos asegurar una buena salud: y eso conlleva atención y vigilancia. No ponemos en duda la responsabilidad de la familia en la consecución de estos objetivos. Pero es imposible que sea tarea de una sola persona. Como es también imposible que la familia sola —aun contando con la mejor intención de todos y cada uno de sus miembros— pueda atender cabalmente todas las necesidades y a lo largo de toda la vida.
Necesitamos actuar en varios frentes. En primer lugar, planteándonos cuál es el modelo de acción dentro de nuestra propia familia, para reforzarlo o enderezarlo: papeles de la madre y el padre, formación integral de todos los hijos de modo que los hermanos asuman también con responsabilidad alegre y libre el futuro que hayan de vivir, previsión razonable de necesidades futuras. En segundo lugar, potenciando la red social de instituciones que sean capaces de proponer políticas previsoras a los agentes políticos. Los países desarrollados tienen mucho que ofrecer a los que están todavía en proceso de desarrollo; y no sólo en la provisión de recursos sino en la transmisión de experiencias: para adoptar las que han demostrado ser válidas y para evitar las que han demostrado ser ineficaces.
Ese grito con que abrimos nuestro editorial es más que un toque de atención: es la señal de salida para que nuestras conciencias se alerten, y para que nuestra acción se vigorice. Porque, pese a todo, es seguro que ella, la madre, jamás cejará en su empeño y seguirá conduciéndonos en la dirección más adecuada. Pero es absolutamente indispensable que ella se sienta acompañada por el calor de nuestra presencia activa y colaboradora.
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