Ética y discapacidad: el trato diario. Segunda parte

Xabier Etxeberria, Universidad de Deusto

ANÁLISIS DE ALGUNAS VIRTUDES Y «TRATO DIARIO»

Aunque no sea posible desarrollar la panorámica completa de las virtudes planteadas en el capítulo del mes pasado, para tener una cabal percepción de lo que significa esta perspectiva ética es importante describir con cierto detalle y con la correspondiente aplicación al trato diario con las personas con discapacidad, algunas de las virtudes mencionadas. Para elegirlas tengo presentes dos criterios: el de su relevancia y el de su percepción actual deformada. Es decir, y en relación con esto último, creo conveniente analizar en especial aquellas virtudes que, siendo importantes, hoy tienden a ser despreciadas sobre la base de una mala comprensión de las mismas. Abordaré en primer lugar las virtudes de la esperanza, la confianza y la humildad, y dejaré para el mes próximo las virtudes de la paciencia, la mansedumbre y la prudencia.


ESPERANZA

La condición del ser humano, como han dicho los clásicos, es «ser en camino» (homo viator). Nuestro ser, en efecto, es algo que se va realizando a través de diversas transformaciones que apuntan en una dirección. En la antropología pesimista, esa dirección se orienta a la nada. En la antropología positiva, a la plenitud. Todos somos conscientes de que el final es la muerte, pero cabe dar a este final sentidos muy diferentes: la nada que hace nada todo lo que le precede; el paso a la realización más plena (antropologías religiosas); la finalización total de una experiencia vital que, sin embargo, ha valido la pena y que se continúa en las siguientes generaciones.

Pues bien, si para la primera visión del ser humano la esperanza es algo irrelevante (se mueve entre la desesperanza del desengaño y la desesperación del sin sentido), para la segunda es algo central.

La esperanza es la vivencia positiva de espera de alcanzar en el futuro un bien plenificante que no está garantizado (tiene un margen significativo de dificultad y de riesgo), pero que lo vemos posible. Precisando un poco más podría decirse que es la acogida confiada y anticipada de esa posibilidad de bien. En este sentido, la esperanza rompe con la instalación en lo que es -resignada y fatalista en unos casos, falsamente segurizante en otros-, para abrirse a lo viable positivo de lo que aún no es. La persona esperanzada es la que tiene el hábito de atención a lo positivo que la realidad puede ofrecer y la que está dispuesta a darle el tiempo que sea necesario para se materialice (su virtud aliada es aquí la paciencia, que se abordará luego), en la plena conciencia de que ese tiempo en parte puede no depender de nuestra iniciativa, pero en parte sí.

He adelantado que la esperanza implica, por un lado, apertura confiada y, por otro, conciencia de riesgo y fracaso. En la adecuada gestión de estos polos se juegan elementos decisivos de la vivencia de la misma. Hay que tener plena lucidez, pero no la lucidez paralizante sino aquella que «da luz» para sortear los obstáculos (nos topamos aquí con la virtud de la prudencia). De cara a configurar lo que, en fidelidad a esta dinámica, cabe esperar, puede sernos de ayuda una observación de Tomás de Aquino: nos dice que las virtudes acompañantes de la esperanza son la magnanimidad y la humildad. La magnanimidad, como lo indica su etimología, es la orientación del alma -de la persona- hacia las grandes cosas, hacia las mejores posibilidades humanas: le pide a la esperanza que aspire a lo mejor; la humildad, que abordaré a continuación, le recuerda que ese «mejor» debe ajustarlo a las posibilidades que muestra la verdad sobre uno mismo, sobre los otros y sobre la realidad en general.

La esperanza, por último, no implica únicamente anhelo que espera, incluye también la motivación vital hacia lo que se espera, que es materializada en acciones a través de las diversas virtudes y que hace que ella no se reduzca a pasividad. Y presupone además que eso que se espera se convierta en referente de sentido para lo que se hace. Sin el motor y el horizonte que supone la esperanza, la orientación a las iniciativas de mejora queda totalmente apagada.

Por todo lo precedente, puede intuirse que la esperanza es una virtud clave para las personas con discapacidad y para quienes se relacionan habitualmente con ellas (familiares y profesionales en especial). Esperanza en que ese «dis» de la discapacidad, sea la que sea, se hará lo más tenue e irrelevante posible; esperanza en que ese «dis» no polarizará todo de tal modo que difumine el conjunto de capacidades de la persona discapacjtada e inhiba su actualización efectiva; esperanza en que, en conjunto, la persona con discapacidad podrá ir avanzando, en adecuada integración con los demás, hacia lo que sin ningún eufemismo podrá ser llamado «vida lograda».

Una esperanza como ésta, que señala así el horizonte y el sentido, tiene que ir acompañada, por supuesto, del resto de connotaciones propias de esta virtud. Al afrontar esperanzadamente el futuro de las personas con discapacidad, en constante colaboración con ellas, habrá que:

  • apuntar a lo más alto en la lúcida conciencia de las dificultades de todo tipo;
  • prestar atención constante a las potencialidades que la vida y la realidad vayan ofreciendo; dando tiempo al tiempo pero sin pasividad, esto es, derivando el anhelo de lo que se espera hacia la acción en la medida en que esté en nuestras manos.

CONFIANZA

He sugerido hace un momento que una de las características de la esperanza es que se expresa como espera confiada, espera que con-fía, que tiene fe en la llegada de lo esperado, incluso en la conciencia de los riesgos y las dificultades. Laín Entralgo decía que es la confianza la que hace que la espera sea esperanza. Por eso precisamente, esperanza y confianza tienden a solaparse y a veces a confundirse. Pero conviene distinguirlas para que así cada una de ellas nos aporte lo suyo, en comunión con la otra. Así como la esperanza apunta de modo directo a expectativa de un bien futuro, la confianza, ya a partir de su etimología, remite, como acabo de indicar, a fiarse-con, a tener fe, una fe que, precisamente, puede sustentar la esperanza.

Propiamente se confía en las personas. En las cosas, en los avatares de la vida, confiamos sólo por analogía. Y además confiamos en las personas en el marco de una latente o explícita comunión. Podemos confiar en los otros, tener fe en que conseguirán ciertos logros, nos aportarán ciertos bienes, serán fieles, etc. Podemos confiar en nosotros mismos, en nuestras posibilidades. Pero siempre, de algún modo, aspiramos a que la confianza sea reciprocidad, que se afiance en la reciprocidad, en la apertura del uno al otro: confío en ti abierto a que confíes en mí y potenciando mutuamente nuestra confianza tanto entre nosotros como hacia nosotros mismos.

Esto último sugiere ya bien los frutos de la confianza. Ha quedado avanzado que da base para la esperanza, al apuntar a sujetos (tú, yo, nosotros) de los que se confía que harán posible lo que se espera. Pero a su vez revierte sobre el presente para ser la base de toda relación que merezca llamarse así: sin confianza no hay relación sino instrumentalización -en unos casos egoísta, en otros patemalista-, y la relación será tanto más intensa cuanto más imbuida esté de confianza. En realidad, sin grados básicos de confianza es imposible la vida humana. Por otro lado, la confianza nos aporta seguridad (y su ausencia inseguridad) ante los otros, ante la vida e incluso ante nosotros mismos (si no confían en nosotros nos será muy difícil tener una personalidad consistente).

Matizando lo que acabo de decir, debe subrayarse que la confianza, como la esperanza, se confronta ineludiblemente con márgenes de inseguridad. Carlos Díaz, proyectándola en concreto en el otro, la define como «aquella actitud básica -básica porque preside la totalidad de las interacciones- mediante la cual nos disponemos a la interacción como si supiéramos del otro más de lo que podemos saber» (Repensar las virtudes, Ediciones Universitarias, Madrid 2002, p. 124). Es aquí donde la confianza debe aliarse con la prudencia para no caer en los extremos de la ingenuidad ilusa (a la que algunos tienden por carácter) ni de la desconfianza crónica (a la que tienden otros), estando dispuesta a asumir los riesgos razonables. Para ello es necesario conocer las propias tendencias para prevenirse de sus derivaciones negativas y discernir con justeza la realidad y las disposiciones de los otros.

En cualquier caso, debe quedar claro que la confianza de la que hablamos es una virtud. Como tal, expresa un bien y se pone al servicio del bien. Y como tal, se elige y se cultiva expresamente: combatiendo las desconfianzas inmotivadas fruto del egocentrismo, o los miedos a asumir los riesgos razonables de confiar en el otro; estando atentos para descubrir en nosotros y especialmente en los otros las potencialidades y disposiciones que pueden fundar la confianza; fomentando la equilibrada capacidad crítica para no caer en ingenuidades; cultivando con total honestidad aquellas dimensiones de nuestra personalidad que la hacen merecedora de la confianza de los otros (la virtud de la sinceridad autentifica la confianza ofrecida); etc.

Una última consideración. La confianza, tanto en nosotros como en los otros, tiene grados y espacios. Podemos confiar con mayor o menor intensidad, y para unas cosas y no necesariamente para otras. Las relaciones personales intensas, como las de padres e hijos o esposos o amigos íntimos, piden confianzas muy globales y afianzadas. Otras situaciones no las piden al mismo nivel. No debe ignorarse, en cualquier caso, que cada forma de relación pide un nivel básico de confianza (en grado y espacio) de modo tal que si no se da se frustra.

Pensando ya en el trato diario con las personas con discapacidad, resulta evidente, en una primera y genérica aproximación, que la confianza mutua es una de las condiciones decisivas para que la relación sea positiva, esponjada, amiga, fecunda. Por supuesto, esto se puede decir de cualquier relación. Pero la circunstancia de discapacidad da connotaciones especiales a esta verdad.

Cuando estamos en relaciones de asimetría (y la discapacidad en lo que tiene de discapacidad y sólo en ello, las supone), por un lado, necesitamos márgenes más amplios de confianza, por otro lado, podemos caer en ciertas trampas. En el caso de las personas con discapacidad hay asimetría durante los procesos educativos de la infancia y la juventud, en los que intervienen especialmente los padres y educadores; es cierto que esa asimetría se da con todos los niños y adolescentes que tienen que pasar por el mismo proceso; pero en las personas con discapacidad (aunque variando en función del tipo y de la intensidad de la discapacidad) se da de modos especiales, con frecuencia intensificados, en cuanto a los tiempos, los objetivos, etc. Ya adultos, las relaciones de asimetría se reducen de modo importante, aunque, de nuevo, dependiendo del tipo y la intensidad de la discapacidad (no es lo mismo la discapacidad intelectual que la motórica o sensorial) y de las posibilidades o no de paliarla (no es lo mismo una discapacidad motórica o sensorial que se suple ampliamente con una máquina que la que no puede paliarse, etc.).

Pues bien, es muy importante vivenciar adecuadamente la confianza en esas situaciones porque está muy relacionada con algo básico para ellas: la autonomía de la parte desfavorecida. Quien está en situación de fragilidad necesita, por un lado, saber que se confía en él (que se cree en sus potencialidades) con modos que estimulan su progreso y su creatividad, por supuesto, sin engaños (la veracidad pasa a ser aquí aliada de la confianza); y necesita, por otro lado, confiar firmemente en quien se supone le va a ofrecer apoyo. La confianza ofrecida por éste a la persona con discapacidad, si es de la calidad adecuada, fomenta la autonomía de esta última al estimular su autoestima y además reconoce los grados de autonomía que ya posee, renunciando al paternalismo en ellos. Si, en cambio, el familiar o educador no tienen confianza -realista- en la persona discapacitada, todo lo precedente se frena en seco y la autonomía pasa a ser una difícil conquista a la contra. Hay una tercera situación posible que supone caer en la trampa de la confianza: padres y profesionales logran «ganarse» la confianza de la persona con discapacidad, pero en marcos de dependencia aceptados que perpetúan grados de infantilización de los que hay que salir. Se trata en este caso de una vivencia espuria de la confianza, porque se cierra a la reciprocidad, cultivándose sólo en una dirección; y porque pretende crear un clima de seguridad a costa de agostar la libertad. La seguridad de la confianza virtuosa es la propia de la libertad, esto es, es seguridad con ciertos niveles de riesgo.

A padres y profesionales (a cada uno con sus grados y espacios específicos de confianza) les toca, pues, ofrecer confianza y confiar de formas tales que estimulen la realización de la esperanza. Y eso significa no sólo merecer confianza, sino abrirse a confiar en el otro estando atento, en un clima de acogida y estimulación, a sus capacidades no sólo factuales sino potenciales.

HUMILDAD

La humildad es una virtud que además de estar bajo sospecha a nivel social, lo está también a nivel reflexivo. Kant recelaba de que se expresara como bajeza, como no conciencia de nuestra dignidad; pero la humildad no significa humillarse o doblegarse ante el otro (aunque diversas fórmulas tradicionales lo hayan dado a entender); ése es uno de los extremos viciosos del que debe distanciarse. Nietzsche, por su parte, veía en ella la expresión del resentimiento, del odio a sí mismo, pero este es otro modo de ir hacia su extremo vicioso, aparentemente de auto-humillación, pero muchas veces de orgullo.

Por otro lado, es una virtud delicada porque debe pasar desapercibida para uno mismo. Quien se autootorga humildad tiende a deslizarse con facilidad hacia el extremo vicioso del orgullo o la vanidad. Cabría decir, a este respecto, que de lo que se trata es de cultivar directamente determinado tipo de percepciones de uno mismo y de los otros que se nos imponen por su propia fuerza o evidencia, sin mérito especial nuestro, y que traen como fruto la humildad, una humildad frágil que como tal tiene que permanecer en la sombra.

Pasando del momento de las prevenciones al de las proposiciones, puede decirse que la humildad se expresa adecuadamente:

  • Cuando se remite lúcidamente a la verdad y sinceridad sobre sí mismo.
  • Cuando en esa verdad se tiene conciencia de los propios límites y la propia ignorancia y se asumen con clarividencia, no para la autohumillación fatua, sino para tenerlos presentes a la hora de la acción, de las relaciones, de la búsqueda de superación y para estar abierto a aprender de los otros.
  • Cuando se reconocen también con lucidez las capacidades y cualidades que se tienen pero asumiéndolas como lo que son. Y son en medida decisiva un préstamo, esto es, algo que se nos ha dado y que en ese sentido debemos agradecer, pero algo además que se nos ha dado para que produzca fruto, para que se utilice a favor del bien.
  • Cuando, precisamente por eso, no se les da excesiva importancia a esas cualidades desde el punto de vista personal, y por eso no se está pendiente de uno mismo.
  • Cuando, en correspondencia con ello, en las iniciativas no se busca el aplauso sino el bien, discretamente, sabiendo asumir los triunfos en lo que son y también los fracasos o equivocaciones, sin tener grandes ansiedades en la autojustificación.

Concretamente, el aprecio a la verdad sobre sí mismo en lo que tiene de limitación y don, acompañado del desprendimiento, convierte a esta virtud en condición de posibilidad de la apertura a los otros. Éste es uno de sus aspectos decisivos, que resalta muy bien Comte-Sponville, apoyándose en San Agustín y Jankélevich: «La humildad conduce al amor, y no hay duda de que todo amor verdadero la supone: sin la humildad el yo ocupa todo el espacio disponible, y sólo ve al otro como objeto (de concupiscencia, no de amor) o como enemigo» (En Pequeño tratado de las grandes virtudes, Madrid, Espasa, 1998, 181). La humildad, la adecuada y coherente percepción de sí mismo, deja espacio para que el otro pueda entrar en nosotros como persona.

Si como se acaba de señalar, la humildad es condición importante para cualquier tipo de relación, lo es aún más para aquellas que presuponen cierta asimetría, a partir de la cual se expresan como relaciones de cuidado, de ayuda, de apoyo, como es el tipo de relación que estamos teniendo presente. Espontáneamente, quien ofrece ese apoyo tiende a pensar que toda la iniciativa y todo el saber están en sus manos. Esta tentación está presente en los padres respecto a sus hijos con discapacidad, pero se acrecienta en los profesionales. Ciertamente, el profesional es, por definición, el «experto» en su propio campo. Lo que le pide la humildad no es que renuncie a ello, sino que sitúe su expertez en su justo alcance y sus justos límites. De ese modo, no sólo sabrá reconocer sus lagunas y tratará de afrontarlas adecuadamente, sino que será capaz de aprender de los otros, del contexto en que está y, especialmente, también de aquél -persona con capacidades a las que acompaña un cierto modo de discapacidad y determinadas formas de limitación- con quien ha entrado en relación.

Las posibilidades concretas son muy diversas, según los casos, pero la persona no engreída, no llena de sí misma (eso es el orgullo), no duramente centrada en sí misma, tiene siempre la antena dispuesta para captar ese don posible que viene del otro, y al otro que viene con ese don. En este sentido, la humildad (abierta a recibir desde la propia limitación) es el complemento virtuoso de la compasión (abierta a dar desde la percepción de la fragilidad del otro). Sólo la compasión acompañada de la humildad (y en el marco de la justicia) deja de ser compasión que ofende, compasión orgullosa, compasión que «humilla».

Para Canal Down21