Editorial: Habilidades sociales
La relación y la convivencia son componentes sustanciales de nuestra vida como seres humanos. De su éxito o su fracaso depende buena parte de la calidad de nuestra vida. Por ello, saber convivir y saber relacionarse se han convertido en una de las riquezas más apreciadas por la sociedad.
¿Nace uno con esas cualidades o debe adquirirlas? Sin duda, hay personas más proclives que otras a la aceptación del otro, como principio clave de una buena relación. Pero la vida ofrece tal variedad de situaciones, las situaciones surgen en tal variedad de contextos, y nos vemos sometidos a tal variedad de presiones, nacidas unas veces de nuestro propio carácter y temperamento y otras originadas en nuestro entorno, que nos vemos obligados a tener que ejercitarnos seriamente en el arte de convivir.
Necesitamos, en definitiva, ejercitarnos en el desarrollo sistemático de las habilidades sociales, como condición indispensable para que nuestra personalidad crezca, acepte y se vea aceptada, y se sienta a gusto consigo misma y con las de los demás.
Lo diremos sin rodeos. Las personas con discapacidad necesitan cultivar, aprender y practicar las habilidades sociales más que nadie. -¿Por qué? Porque con demasiada frecuencia suscitan el rechazo, que es exactamente lo opuesto a la relación, la aceptación y la convivencia. Puede que el rechazo vaya falsamente tapado por la conmiseración o por una peyorativa compasión; pero, a la hora de la verdad, la persona con discapacidad se ve obligada a tener que demostrar permanentemente que está capacitada para convivir, que tiene mucho que compartir, que puede y desea dar y recibir felicidad.
Ciertamente, algunas formas de discapacidad presentan mayores dificultades que otras para ver crecer de una manera más o menos espontánea las habilidades sociales. En tanto en cuanto la discapacidad intelectual significa una merma en la capacidad adaptativa -es decir, el análisis de situación, la selección de la mejor solución, el aprendizaje inmediato a partir de una buena o mala experiencia- se hace preciso ofrecer el aprendizaje de un proceso que sea tempranamente iniciado, que esté convenientemente sistematizado y ricamente dotado para que, desde las primeras edades, el niño con discapacidad intelectual conozca y crezca en un ambiente que cultive su desarrollo en habilidades sociales. Porque las habilidades sociales, íntimamente introducidas, sinceramente comprendidas y, sobre todo, plenamente vividas van a ser sus grandes recursos para mejorar su capacidad adaptativa; y consiguientemente, para facilitar la aceptación y la convivencia en sociedad.
Es, por tanto, necesario conocer y poner en práctica un programa de habilidades sociales que tenga muy en cuenta las características de las personas con síndrome de Down; algunas de sus cualidades como es, en general, su sociabilidad, facilitan la adquisición de estas habilidades, pero otras las pueden dificultar. Seguir un programa significa, primero, reconocer su necesidad y, después, aplicar una sistemática y una pedagogía que se adapte exigentemente a las realidades vividas de una persona concreta. Pero la experiencia nos dice que cuando familia y escuela analizan conjuntamente la personalidad del niño o del joven, sus cualidades, necesidades y carencias, consiguen cincelar y enriquecer la capacidad de convivencia. Y ello reforzará, entre otros muchos logros, esa capacidad para establecer relaciones y amistades, cuya importancia destacábamos el mes pasado en estas mismas páginas.