Discapacidad y sociedad: aspectos éticos. Segunda parte
Xabier Etxeberria, Universidad de Deusto
Jesús Flórez, Universidad de Cantabria
LA INTENCIÓN ÉTICA EN EL MUNDO DE LA DISCAPACIDAD
Una vez formulado este principio fundamental y descritas sus inmediatas consecuencias, profundicemos en una serie de reflexiones que, desde la concepción nuclear de la ética, pueden iluminar nuestra postura existencial y real ante la discapacidad.
Partimos de lo que se denomina «intención ética», que Ricoeur define como el movimiento originario de cualquier persona moral. Y la formula del siguiente modo:
1. anhelo de vida realizada y, como tal, feliz
2. con y para los otros
3. en instituciones justas
¿Cómo aplicamos estos principios al mundo de la persona con discapacidad?
1. Anhelo de vida realizada
La ética se inscribe antes que nada en las profundidades del deseo. Y lo que deseamos es ser felices: disfrutar de una vida que valga la pena ser vivida, una vida lograda, una vida realizada.
Lo primero que se nos impone en este sentido es reconocer plenamente a las personas con discapacidad como sujetos de este horizonte de vida lograda. Con derechos a explorar las potencialidades dentro de una actitud de prudencia.
El deseo de vida lograda se apoya necesariamente en la estima de sí mismo, la famosa autoestima. Una estima no sólo psicológica sino moral. La autoestima es la valoración de nuestra capacidad para obrar intencionalmente y con iniciativa. Cuando una circunstancia personal amenaza con quebrar esta confianza, lo primero que se impone es alimentar, desde uno mismo y con la ayuda de los otros cuando sea preciso, aquellos mecanismos que permitan afianzarla. Pero lo que realmente la fundamenta es nuestra firme convicción de que somos sujetos de dignidad. Como ya he explicado anteriormente, somos personas que como tales nos constituimos en fines en sí, que valen por sí mismas, y que por tanto no podemos ser instrumentalizadas ni despreciadas, tengamos las limitaciones que tengamos. Somos radicalmente iguales.
La dignidad no nos la confieren nuestras cualidades o nuestros títulos; nos la confiere el único título válido: ser persona. Tu dignidad es idéntica a la mía y a la del que está más allá. En la estima de mí mismo incluyo a la de los otros a los que reconozco también sujetos de autoestima.
Pero la estima de sí no es ciega. Exige interpretarnos a nosotros mismos con realismo; es decir, ser conscientes de las capacidades y limitaciones actuales, así como del incremento que determinadas actuaciones e iniciativas pueden proporcionarnos. Lo que entendemos como discapacidad es una merma en alguna capacidad. Pero en la misma visión moderna de la discapacidad, incluida la que suele ser más mutilante, la intelectual, se intercala de modo inexcusable el mundo de los apoyos, dando por sentado que toda merma es subsanable, es mejorable.
La gran tarea de discernimiento, la gran y más urgente acción benefactora que nos toca realizar como entes sociales que estamos en contacto con las personas con discapacidad, es ayudarles a que, en la medida en que lo necesiten, consigan interpretar sus capacidades y sus posibles desarrollos, siendo plenamente conscientes de que cada una es un caso único. Junto a la interpretación de las capacidades está la interpretación de los proyectos, de aquello a lo que queremos aspirar, para que resulten viables de un modo realista. Porque no todo lo posible y legítimo es bueno y, entre lo que podemos plantear como bueno, no todo es igualmente adecuado para mí. Considerado en relación con la persona con discapacidad significa que, como parte de la acción benefactora, tenemos que ayudarle a diseñar sus proyectos con discernimiento, a conocerse a sí mismo y a disfrutar de sus habilidades más que a añorar las que no tiene, sabiendo elegir en función del abanico de sus posibilidades. Es así como se elabora un proyecto de vida con sentido.
Vida lograda, vida realizada
¿Puede una persona con discapacidad considerar y sentir que su vida es una vida plena, lograda, realizada? La respuesta es SÍ, si se cumple una condición. Que la vida lograda se mida por la concordancia entre lo que acabamos haciendo y siendo, y los ideales que nos marcamos desde las potencialidades que tenemos, incluidos los ideales personales y los sociales exigidos por la justicia. Desde este punto de vista, todos estamos llamados a una vida lograda que no exceda nuestras capacidades y que pueda ofrecernos una serena satisfacción.
Vemos, pues, cómo de la estima de sí se deriva el camino para conseguir una vida lograda. Y ello exige ineludiblemente el descubrimiento de otro espacio: la autonomía. Esta autonomía muestra dos perspectivas: la autonomía centrada en el propio sujeto que permite hablar de deberes para consigo mismo, y la autonomía en perspectiva relacional que empuja a considerar al otro no sólo como sujeto consciente de sí sino como sujeto con su propia autonomía.
En definitiva, una persona con discapacidad es un sujeto ético, un sujeto con responsabilidades, que debe decidir por criterios adecuados y hacerse cargo de las consecuencias de sus actos.
2. Con y para los otros
La participación en la vida común no es contingente, no es un añadido a un sujeto ya constituido, sino que es esencial para la constitución misma del sujeto. Al decidir nuestros proyectos de realización, incluso cuando lo hacemos autónomamente, tenemos como referencias el conjunto de valores, metas, roles, ideales de vida.
Nadie elige en el vacío. Por tanto, iniciar a aquellos sobre los que tenemos una cierta responsabilidad socializadora en el más rico abanico de posibilidades pasa a ser una condición significativa de su diseño y realización de vida lograda. Debemos preguntarnos si asumimos esta función socializadora con la misma intención de apertura cuando se trata de personas con discapacidad.
No somos felices solos. Pero la diferencia que comporta la discapacidad tiende a provocar con frecuencia fenómenos de aislamiento, o de reagrupamiento institucional sólo entre semejantes, o de reducidos lazos afectivos. Cuando hablamos de construir una sociedad abierta para las personas con discapacidad, con espacios accesibles de todo tipo (educativos, laborales, festivos, etc.), en marcos en los se integran personas con toda condición respecto a la discapacidad, no estamos sólo planteando una cuestión de justicia, estamos asentando las posibilidades de una vida lograda para todos.
Conseguir el equilibrio
En la opción de tener hijos integramos la opción de acogerlos en toda circunstancia, también en su circunstancia de discapacidad. De algún modo, esto forma parte del proyecto lúcido de vida lograda de quienes decidimos ser padres. Pero innegablemente, cuando llega el caso, podemos encontrarnos con que nuestro proyecto de felicidad inicialmente diseñado se encuentra seriamente mermado por unos deberes hacia la persona discapacitada que recortan nuestros deseos espontáneos. Ciertamente es éste un momento delicado.
Por un lado no hay que hacer dejación de los deberes de atención al otro que se imponen. Por otro lado, no hay que vivirlos tan invasivamente respecto a las legítimas aspiraciones de autorrealización, que sintamos que nos las corta en lo fundamental: para que esto no suceda, son decisivos los repartos equitativos en el interior de la familia y las ofertas institucionales de atención animadas por la justicia. Pero ciertamente quedarnos ahí tiene algo de moralmente truncado, en la medida en que la persona con discapacidad es vista como carga, aunque sea moral. Sí como sujeto de dignidad que tiene derechos de atención, pero no como sujeto con estima de sí que interactúa con un yo también con estima de sí. La relación ideal se logra, en este sentido, cuando, además de la distribución precedente de la atención, que deja espacios disponibles, se entra en tal relación interpersonal con la persona discapacitada que lo que en ella se intercambia forma parte del proyecto de felicidad tanto de esta última como de quien establece relación con ella.
La compasión
Hay quien considera que la compasión —hermosa palabra que debemos revalorizar— supone humillación para el que la recibe y expresa una superioridad moral por parte de quien la da. No es cierto si la vivo correctamente; es cierto que surge desde la desgracia del otro, pero siento a ese otro como igual a mí, tan sujeto de dignidad como yo, y precisamente porque lo siento así.
Pensemos que en más o en menos, todos damos y recibimos en esa relación oficialmente asimétrica, ya que a través de ella ambos realizamos nuestra condición de sujetos morales. La compasión cobra su realidad moral cuando, por un lado, quiebra nuestro orgullo autosuficiente muy moderno desde el cual pretendemos «no deber a nadie» y, por otro, cuando la vivimos en disposición de experimentarla en las dos direcciones: la del que compadece y la del que es compadecido. Y cuando, además, no sólo no sustituye a la justicia sino que nos prepara a ella y, llegado el caso, la desborda.
Respeto y reconocimiento del otro
Por lo que respecta a las personas con discapacidad la carencia de adecuado reconocimiento ha sido muy generalizada y es aún relevante. Esta carencia es especialmente grave no sólo por lo que significa en sí sino por las consecuencias que tiene. Es Taylor el que más ha resaltado que el modo de reconocimiento, tanto bueno como malo, construye identidad, sólo que en el primer caso construye esa identidad que potencia la estima de sí que ha sido resaltada antes y en el segundo caso se dificulta gravemente, tanto más gravemente cuanto más mermadas están las posibilidades de ciertas iniciativas en las personas. La aplicación al reconocimiento de las personas con discapacidad viene por sí sola. Para que sientan de verdad la condición de sujetos de dignidad y la expresen como tal en la estima de sí (identidad común, la he llamado) es muy importante que reciban el reconocimiento como tales, reconocimiento que, recordemos, les es debido.
Promover la calidad de vida de una persona con discapacidad va a significar que vamos a primarle la inteligencia emocional sobre la estrictamente cognitiva; su relación y comunicación con los demás, sabiendo tratar a cada uno según su nivel; según su capacidad de valerse por sí mismos y de cuidar su salud en el mayor grado posible; según su conciencia de ser útiles y desempeñar un trabajo —y ser felices realizándolo—; según su adquisición de destrezas, habilidades y conocimientos auténticamente significativos.
Si alguno ha pensado que dotar de calidad de vida a las personas con discapacidad se resuelve simplemente dando, otorgando, concediendo, condescendiendo, permitiendo, subvencionando, está muy equivocado. Son necesarios muchos apoyos, sin duda, pero de nada sirven si no aceptamos previamente que dotar de calidad de vida significa proporcionar los medios para que la persona crezca auténticamente desde sí misma y desarrolle sus capacidades más íntimas hasta verse realizada y satisfecha consigo misma: no por lo que tiene sino por lo que es y por lo que realiza. Es una tarea de pedagogía compartida centrada en la persona, no en los intereses profesionales o institucionales, por muy legítimos que puedan aparecer.
Cómo articular acción benefactora y autonomía
La acción benefactora tiene que asumir el respeto a la autonomía de la persona a la que se dirige esa acción. Pensando específicamente en las personas con discapacidad -aunque se pueden aplicar a todas-, cabe proponer estas orientaciones:
- No se puede hacer el bien sin contar todo lo que se pueda con aquél a quien se hace ese bien: en la base de toda relación está el respeto que se debe a quien es persona con dignidad; éste es el criterio más general que debe ser tenido en cuenta con todos, esto es, también, especialmente, con las personas con discapacidad.
- El paternalismo, la decisión efectiva por parte del benefactor sobre lo que es bueno para el beneficiario, sólo está justificado si responde a carencias reales de autonomía en éste, si se expresa sólo en el ámbito de esas carencias y en proporción a las mismas, y si se ejerce con la intención prioritaria de que pueda superarlas en la medida de lo posible. En este sentido hay que decir que la beneficencia debe prolongarse todo lo posible en autonomía y ser sustitutiva de ésta sólo en lo inevitable.
-En aquellos ámbitos en los que las personas tienen suficiente capacidad, tienen derecho a su autonomía frente a cualquier paternalismo, aunque luego desde ella les toca discernir lo que es su bien y tenerlo presente en su relación con quienes pueden ejercer con ellos una determinada acción benefactora —es su responsabilidad—. Aquí es la autonomía la que debe abrirse lúcida y libremente a la beneficencia. También esto es aplicable a las personas con discapacidad, aunque a veces no lo tenemos presente, especialmente cuando se trata de discapacidad intelectual: al re-
Por lo que se refiere a la acción benefactora ejercida específicamente por los profesionales de la atención a las personas con discapacidad, ha de hacerse una pequeña observación. Estos profesionales, de modo directo o indirecto, están ligados a la persona con discapacidad por un contrato y en general en el marco de una institución. Desde este punto de vista se constituyen en agentes que intervienen en el tercer nivel de la intención ética, el que tiene que ver con la justicia. Pero, además, establecen relaciones personalizadas con las personas discapacitadas a las que atienden y en este sentido se sitúan también en este nivel del «con y para los otros» en el que todavía estamos. Este nivel no puede ignorar la justicia, pero aporta algo específico. Lo concretaría en lo que podemos llamar «ética de las virtudes», que afecta, por supuesto, a todos los que entran en relación, también por tanto a las propias personas con discapacidad, a los familiares, a los voluntarios. Lo abordaré posteriormente. Me limito ahora a señalar que cultivar disposiciones interiorizadas (virtudes) que son decisivas para la plenitud de las relaciones (en nuestro caso las que implican el fenómeno de la discapacidad) puede ser algo decisivo en esa orientación hacia la vida lograda, con y para los otros.
3. En instituciones justas
En nuestro deseo de universalizar las condiciones de vida buena, las instituciones justas son indispensables para llegar en nuestra acción moral a los «cada uno sin rostro», a aquéllos a los que no alcanza nuestra relación personalizada. Y que, a pesar de ello, pueden tener pretensiones morales respecto a nosotros. Pero es que, además, las tareas a realizar pueden ser de tal naturaleza que desborden las posibilidades a nuestro alcance, precisando de la institución para cubrirlas.
Frente a enfoques tales como «lo justo antes que lo bueno» o «lo justo como lo legal», el principio esencial es considerar que lo primero es lo justo como bueno; cobra entonces prioridad el sentido de la justicia.
Las personas con discapacidad son uno de esos colectivos que pueden despertar del modo moralmente más preciso, y con mecanismos de exigibilidad, no de compasión supererogatoria, este sentido de la justicia. Inicialmente se nos muestran como desaventajadas en determinadas capacidades que apreciamos. Ya de por sí la desventaja hiere el sentido de la igualdad, la base de la justicia, y llama espontáneamente a corregir en lo que podamos la obra de la “disfortuna” y a paliarla en lo que no podamos para reconstruir la igualdad dañada.
Cómo desarrollar los principios de justicia
Las personas con discapacidad conforman un grupo en desventaja que tiene pleno derecho a disfrutar de las políticas de discriminación o acción positiva y de compensación; que tiene pleno derecho, por tanto, a que el Estado les garantice, asegurando que todas ellas disponen de todos los recursos que son precisos para equilibrar en lo posible las oportunidades y paliarlas en lo no posible. Aunque queda luego en el terreno de lo discutible, de las opciones partidarias legítimas, la modalidad concreta de las mismas: si ofreciendo los recursos a través de las instituciones públicas, o como apoyo ?adecuadamente condicionado? a las instituciones privadas que trabajan en el campo de la discapacidad (quizá sería mejor llamarlas sociales, si responden de verdad y prioritariamente al objetivo de realizar los derechos de las personas discapacitadas), o de modos mixtos.
Pero el ámbito de la institución no termina en el sector público. También está el sector privado con gran tradición, por cierto, en el ámbito de la discapacidad. A este sector cabe pedirle estos dos tipos de comportamiento:
En primer lugar, que oriente su práctica con sentido de universalidad en la atención a las personas con discapacidad. Concretamente, que aunque su atención sea inevitablemente parcial, la haga de modo tal que empuje socialmente hacia una atención generalizada y de calidad, animada por la justicia distributiva y no por la limosna o la fortuna.
En segundo lugar, que tanto en la propia estructuración de la dinámica de poder como en el comportamiento de los diversos agentes ?especialmente los profesionales? esté animada por la realización de lo que, desde categorías elaboradas por MacIntyre, podemos llamar bien interno. Toda práctica social, en este caso la atención a las personas con discapacidad,
está animada por un bien interno, aquí el de potenciar las capacidades de esas personas situándolas adecuadamente para un proyecto de vida lograda. Normalmente, además, las prácticas se realizan en el marco de instituciones, como es aquí el caso, que permiten que la acción benefactora se haga desde los parámetros de la justicia. Pues bien, el problema aparece a partir del hecho de que la prosecución de bienes internos puede acarrear, adherido a ella, el logro de bienes externos, como el poder, la fama, el dinero. Las instituciones se corrompen, no sirven a esa acción benefactora enmarcada en la justicia, no sólo cuando alguien roba descaradamente, también cuando sus bienes internos están subordinados a los bienes externos, cuando los gestores y los profesionales no tienen como objetivo prioritario destacar en excelencia (tarea en la que los esfuerzos de cada uno suman), sino acaparar bienes externos (tarea en la que esos esfuerzos compiten sin sumar). Todos los implicados en instituciones de apoyo a las personas con discapacidad (en este caso, tanto privadas como públicas) deben preguntarse si están instrumentalizando o no el bien interno al que sirven. En otros palabras, si están para «servir a» o «para servirse de».
Articular justicia, acción benefactora y autonomía
La justicia es condición básica para la realización de la labor benefactora a todas las personas con discapacidad, así como al desarrollo de su autonomía. Ella marca los justos entornos de los otros dos principios; ni la autonomía de los familiares, profesionales, voluntarios o de las propias personas con discapacidad, ni la acción benefactora han de ir en contra de lo que pide la justicia; ésta, potenciándolas, les marca a su vez los límites de lo que puede hacerse.
EPÍLOGO IMPRESCINDIBLE
Llegados a este punto, se impone ofrecer una visión muy concreta sobre cómo debemos comportarnos quienes estamos en contacto con las personas con discapacidad. Se impone, pues, hablar de «Virtudes y trato diario con las personas con discapacidad». Es indispensable porque, superados ya los rigores que exige la fundamentación discursiva del problema, pone negro sobre blanco lo que tenemos que hacer y cómo lo tenemos que hacer, no desde un planteamiento institucional, o político, sino de forma mucho más práctica, más personal y humana: apelando a nuestro comportamiento diario cuando entramos en relación con una persona con discapacidad.
Esperamos hacerlo con detenimiento en sucesivos capítulos.