La aceptación de uno mismo

Cada uno habrá vivido su propia experiencia. Aquella que nos ha llevado a aceptar a nuestro hijo con síndrome de Down tal cual es. A juzgar por los testimonios que leemos —públicos en el Foro o privados en la correspondencia— el proceso es muy distinto de una persona a otra, de una circunstancia a otra. Hay quienes lo aceptan desde el diagnóstico precoz o desde el nacimiento y sin reservas. Hay quienes pasan por un proceso más o menos largo vivido con reflexión y convivencia. Y hay para quienes, aunque no lo reconozcan abiertamente, pasan los años y no terminan de aceptar a su hijo con todas sus consecuencias. Aceptan el hijo, claro está, pero no “con” su síndrome de Down. En conjunto, la aceptación suele ser plena y consciente, pero exige generalmente un proceso que dura su tiempo.

A la vista de nuestra propia experiencia, es preciso que reflexionemos un instante sobre el proceso de aceptación por el que ha de pasar nuestro propio hijo: la aceptación de sí mismo tal como es. Para unos puede ser un proceso ya superado; otros quizá estén todavía en esa fase de la vida en que están elaborando el proceso de autoaceptación; y para otros es algo que todavía está por llegar. En cualquier caso, es algo de lo que nosotros, como padres, no nos podemos sustraer sino que debemos tener plena conciencia de que la aceptación de sí mismos es quizá la tarea más difícil, y también la más rentable, que concierne a nuestro hijo. Es una tarea que sólo él puede llevarla a cabo pero en la que nosotros, con nuestra actitud y nuestra conducta, podemos ejercer una influencia decisiva. Influencia que se inicia ya desde las primeras edades. Y de que la consiga o no dependerá su futura felicidad.

Afortunadamente, las generaciones de nuestros hijos tienen mejor salud física, mayores oportunidades y niveles de desarrollo intelectual y social. También tienen mayor conciencia de quiénes son, de cómo son, de con qué limitaciones se encuentran —unas derivadas de sí mismos, otras penosamente impuestas por una sociedad aún poco evolucionada.

En cualquier caso, el niño, el adolescente, el joven, el adulto con síndrome de Down se sienten a sí mismos, y perciben la realidad —favorable o desfavorable— que les rodea. Y reaccionan. Pues bien, no hay bienestar y felicidad personal si en ese bienestar no se incluye el bienestar espiritual. No confundamos lo espiritual con lo estrictamente religioso, aunque tengan muchos puntos de contacto.

El bienestar espiritual significa un sentimiento íntimo y personal de satisfacción con la esencia de uno mismo, fruto de un proceso de desarrollo en el que crece la autoaceptación conforme el individuo cobra conciencia de su propia dignidad y de sus propios valores. Eso proporciona seguridad personal, energía, esperanza como persona. Y permite que la vida, pese a sus limitaciones y contrariedades, pueda ser contemplada y abordada con creatividad, motivación y objetivos. Nada de ello debe ser renunciado por el hecho de que una persona tenga una discapacidad, como puede ser el síndrome de Down. Por el contrario, el alcance de ese bienestar espiritual se convierte en objetivo prioritario de nuestra presencia a su lado, como padres, a sabiendas que se trata de un proceso que puede ser difícil y que exige su propio desarrollo en función de las características y circunstancias de cada persona. De nada sirve la adquisición de determinadas destrezas, sin conllevan sensación de fracaso o frustración por lo que uno es.