Artículo: ¿Cuánto cuesta...? Hacer ciencia cuesta dinero
Jesús Flórez
Catedrático, Universidad de Cantabria Asesor científico,
Fundación Síndrome de Down de Cantabria
Hace dos semanas nos reunimos en Washington ochenta científicos de diez naciones (cinco éramos españoles) para discutir sobre los nuevos datos obtenidos en la investigación de la biología molecular del cromosoma 21, y sus repercusiones en la patogenia del síndrome de Down. Tras la satisfacción explosiva que supuso la secuenciación del cromosoma 21, comunicada hace ya 3 años, pasamos por una etapa aparentemente oscura pero necesaria en la que se profundiza en la acción de cada uno de los genes, tanto cuando actúan de forma regular e individual como cuando lo hacen de forma hipertrofiada y en interacción con el resto del genoma, que es lo que ocurre en el síndrome de Down.
Sabemos que ésta es una etapa muy laboriosa y lenta, pero resulta absolutamente necesaria. Exige el trabajo de muchos grupos de investigadores, en esfuerzo permanente, bien coordinados y dirigidos. Ya pueden comprender cuál es el objetivo final. Si conocemos cuál es la causa de la no disyunción del cromosoma 21 es posible que lleguemos a evitarla; y si sabemos cómo funcionan sus genes cuando están triplemente representados en las células, conoceremos el papel que juegan para desencadenar las alteraciones orgánicas –incluidas las del cerebro– que son propias del síndrome de Down, y estaremos en mejores condiciones para influir sobre ellas.A la reunión científica asistió un empresario que nueve meses antes había tenido un hijo con síndrome de Down. Fue valiente, porque ya pueden suponer que le resultaba ininteligible buena parte de lo que escuchaba; y, si acaso, lo que podía adivinar eran las muchas alteraciones que pueden aparecer en las personas con síndrome de Down. Me consta que para un padre que acaba de tener un hijo, ese trago resulta particularmente amargo.
Es el caso que en uno de los descansos y mientras visitábamos los paneles científicos, ese padre me vino a saludar y me preguntó:
–Doctor, ¿se acuerda de la propuesta que hizo el presidente Kennedy en su día para poner un americano en la luna? Verá, los empresarios nos perdemos con sus discusiones científicas, pero sabemos plantearnos los problemas y sus posibles soluciones en términos muy concretos y realistas. ¿Cuántos dólares tendríamos que poner para que las investigaciones de todos estos grupos avanzaran de manera que en 10 años las personas con síndrome de Down incrementaran su coeficiente intelectual en, digamos, 10 puntos?
¿Se imaginan mi sorpresa? Son muchas las maneras de reaccionar y de responder. Por ejemplo: “Americano tenía que ser; se cree que todo se arregla a base de dólares”. “¿Pero qué idea tendrá de lo que es el coeficiente intelectual y lo que significa en términos reales?”. “¿No se da cuenta que la ciencia biológica no avanza así, y menos cuando se ha de aplicar a la especie humana, y que pueden pasar años de progreso científico sin que ello suponga el descubrimiento obligado de una solución terapéutica?”. “¿Es que no sabe que con amor y dedicación se ha progresado ya muchísimo?”. “¿Qué derecho tenemos a cambiar las características de una persona con síndrome de Down?”... Me limito a transcribir sólo algunas de las reacciones que he recogido de amigos míos a los que, a mi vuelta de Washington, planteé la misma pregunta.
Pero la pregunta, escueta y simple, ahí estaba y había que responderle de inmediato, cerveza y canapé en mano. Era evidente que ese empresario no hablaba sólo por sí mismo y que, si asistía a esa reunión científica, lo hacía en representación de un grupo de personas con ideas similares. Fue una conversación larga y distendida. Empecé por informarle que yo también tengo una hija con síndrome de Down, de 27 años, que hace esto y lo otro. Eso creó una proximidad inmediata, porque era el primer padre y científico con el que se había topado. Lógicamente, le expliqué las dificultades intrínsecas del avance científico. Pero pronto me di cuenta que su pregunta, aparentemente ingenua y radical en su planteamiento, ocultaba un razonamiento mucho más lógico.
–Mire usted –me dijo– sabemos que la ciencia es la que ofrece soluciones a los problemas biológicos, y el síndrome de Down es uno de ellos. Pero sabemos que hacer ciencia cuesta dinero. O sea, que si no hay dinero no hay ciencia, y entonces no hay solución. ¿Cree usted que se está investigando lo suficiente en cantidad y calidad como para acelerar resultados razonablemente? Todos ustedes, por lo que adivino, están progresando en el conocimiento y estoy seguro que lo están haciendo muy bien. Pero ¿cree de verdad que esto es suficiente? ¿No le parece que debe y puede hacerse mucho más y que ustedes son muy pocos? Nosotros, con nuestra mentalidad empresarial, necesitamos que nos den alguna aproximación si queremos organizarnos y plantear de forma colectiva un plan de financiación de la investigación sobre el síndrome de Down, bajo la dirección de alguna entidad científica con experiencia, con capacidad para adjudicar fondos con recto criterio. Por eso pido números, datos concretos.
No tuve más remedio que confesarle que el número de grupos investigadores realmente implicados en el síndrome de Down es muy pequeño; que la financiación es escasa porque –y qué doloroso resultó decirlo de padre a padre– el síndrome de Down y otras patologías que llamamos “raras” no interesan como tales a la sociedad. Son una ínfima minoría y resulta más “rentable” invertir en diagnósticos intrauterinos prenatales, para eliminar al niño antes de que nazca, como tantas veces hemos comprobado. Me miró profundamente. Seguimos charlando de cómo puede afrontar la vida de su hijo, su educación, su futuro. Le aclaré hasta qué punto la educación y el seguimiento atento y permanente han constituido unas maravillosas herramientas terapéuticas que han alcanzado éxitos inimaginables hace 25 años, y que eso hay que tenerlo en cuenta también.
–Admito todo eso, cómo no –me dijo–. Pero si además pudiésemos dar con algo clave que facilitara más las cosas...
En esa mirada suya vi una determinación clara de actuación. Y se la agradecí. Porque, nos suene mejor o peor, sin financiación generosa y continuada no habrá progreso. Al despedirnos me quedé reflexionando sobre lo ingenuo y acertado de su planteamiento: “¿Cuántos dólares costaría...?”
Fundación Iberoamericana Down21