Editorial: La obligatoria y libre elección para educar

Recuerdo unas frases del filósofo Erich Fromm, siempre tan sutil y espiritual en su forma de ver la vida, que decían algo así como que las personas estamos condenadas a tener que elegir constantemente por el simple hecho de haber nacido humanos. Con crudeza señalaba que no se debe confiar en que nadie “nos salve” de los errores que se derivan de esa elección.

Y es cierto que nadie, nunca, nos salva de esos errores en los que caemos libremente y casi siempre precedidos de una buena y noble intención.

Desde el punto de vista de la limitación de nuestros hijos con síndrome de Down y de la nuestra, como padres curtidos en diversas lidias pero profanos en materias tan específicamente concretas como son la educación y desarrollo de unas personas con necesidades especiales, los errores nos llueven en determinados momentos por arriba y por abajo.

La elección para actuar de una u otra manera es siempre libre, aunque esté predeterminada por condicionamientos internos y externos, incluidas las opiniones de los expertos, pues somos nosotros los que aplicamos o no aplicamos, hacemos o no hacemos, modificamos o no actitudes, con esa libertad obligatoria que tenemos que ejercer para que al final se apliquen nuestras decisiones.

Que nos equivocamos... no hay duda alguna; y mil veces; porque también otras mil acertamos.

Lo único importante en este asunto es que seamos capaces y auténticamente libres de mente para tomar conciencia de esas equivocaciones, pues del peor error reconocido suele surgir el mejor de los aciertos.

Nosotros, como padres de niños, jóvenes y adultos con una discapacidad, vivimos en una permanente libre elección de seguir uno u otro camino en su forma de educación; pensamos si es mejor la especial que la integrada, y lo hacemos desde ellos pero también para nosotros. Pensamos si es mejor un taller ocupacional “y que se entretenga”, o un programa de empleo con apoyo; y lo hacemos desde ellos pero también desde nuestra intrínseca y escondida comodidad de seres humanos agotados. Pensamos en la integración dentro de una rica vida social entre sus iguales, pero también en la comodidad de tenerlos en casa con nosotros y evitarnos ciertas preocupaciones. Pensamos en su vida sexual precedida de una rigurosa educación, pero también en anular de un plumazo consecuencias embarazosas para ellos y obviamente para nosotros. Pensamos mucho y, siempre que pensamos, debemos elegir, libremente, para ser posteriormente los únicos dueños de nuestros aciertos pero también de nuestros errores.

En nuestra elección pesa nuestra propia comodidad; somos humanos y limitados. Pero es evidente que tenemos que recordarnos una y mil veces que la realidad de nuestros hijos prima sobre nuestro interés.

Es difícil, muy difícil porque ante un error nuestro, los hijos sin discapacidad mental poseen una capacidad propia para enmendar o rectificar nuestro error, de forma inmediata o el día de mañana –en definitiva, capacidad adaptativa–; y así lo hacen permanentemente. Mientras que nuestros hijos con discapacidad no poseen esa capacidad o la poseen en mucho menor grado. Por eso, en su caso nuestra elección –con acierto o con error– nos exige más, nos responsabiliza más, nos concierne más, nos implica más, nos obliga más a conocer mejor.