Cómo compaginar ternura y exigencia

Editorial Canal Down21

Feliz año, amigos. Y esta frase que puede parecer tan convencional a fuerza de ser repetida, adquiere un tinte especialmente humano conforme pasan los meses y, a través de las páginas de este Portal, nos vamos sintiendo más próximos unos a otros. Empezamos a conocernos ya por nuestros nombres, vamos sabiendo de nuestras familias y, lo que es más profundo y decisivo, vamos conociendo mejor nuestras ideas y nuestros sentimientos que son los que nos sirven para avanzar con alegría en la crianza y educación de nuestros hijos.

Uno de los rasgos que solemos mostrar las familias de las personas con síndrome de Down, y que más sorprenden a las que no los tienen, es el torrente de ternura y de admiración que nuestros hijos nos suscitan. Basta asomarse al Portal para captar el derroche de delicadeza y de exquisita admiración con que valoramos la más mínima de sus actividades, de sus esfuerzos, de sus avances y sus logros. Pareciera que todos aquellos negros tintes que ensombrecieron nuestra vida cuando ellos nacieron, han dado paso a brillantes trazos de luz y de color que, sin duda, iluminan y alegran nuestra vida. ¡Y en buena hora!

Nuestra actitud sorprende porque, si cabe medir el mundo de los sentimientos con parámetros aparentemente objetivos, puede que nuestras reacciones y comentarios cobren a veces a los ojos de los demás un puntito de desmesura. ¿Y qué?, se dirá. El sentimiento es libre y así queda justificado.

Cierto. Pero lo que ya se entiende menos es que perdamos nuestra capacidad para la objetividad y tratemos de justificar lo que no debería serlo. Más de una vez se ha comentado que basta que una persona con síndrome de Down muestre públicamente una conducta inaceptable para que la sociedad se rasgue las vestiduras, la señale y acuse al infractor y a todo el colectivo con una irritación que no la mostraría si ese infractor hubiese sido otra persona que no mostrara esos específicos rasgos que la caracterizan. Una actitud absolutamente rechazable.

Preguntémonos, sin embargo, si a veces no toleramos y hasta aceptamos como una gracia algunas conductas de nuestros hijos con síndrome de Down que no hemos tolerado a sus hermanos. Tan es así que son estos mismos los que a veces nos lo incriminan, y con razón. Y muy en especial aquellas conductas que pueden afectar a otras personas y resultar molestas o ser mal interpretadas. Es decir, que el enamoramiento que sentimos por nuestros hijos acabe por nublar nuestra vista e impedir la valoración de conductas que no son en sí deseables.

No es nada fácil encontrar ese punto de equilibrio entre ternura y exigencia. Pero el primer beneficiado de esa corrección oportuna que a veces no tenemos más remedio que hacer –pero que nos cuesta hacer, para qué negarlo– será nuestro propio hijo. Porque irá aprendiendo el camino largo de la normalización; porque será crecientemente valorado y aceptado por quienes le rodean, y eso le promoverá su autoestima; y porque irá incorporando hábitos de convivencia que sólo le reportarán beneficios a corto y largo plazo en su desarrollo hacia la autonomía personal. Nuestra fascinación, plenamente justificada, no puede convertirse en cómplice de nuestra inhibición.