Editorial: Dar espacio a la esperanza
Nos llegó el mensaje de unos padres. ¿Cómo era posible que, entre tanta adversidad laboral y familiar como estaban padeciendo, se preocuparan por tantos detalles relacionados con el síndrome de Down, preguntaran tantas cuestiones, relataran tantos hechos sobre su hijo, con el único objetivo de conseguir que se desarrollara al máximo de sus capacidades?
Otras veces, en cambio, y como contraste vemos otras realidades: padres que tiran la toalla, se marginan, renuncian a seguir trabajando, carecen de confianza en sí mismos, o simplemente no creen que ellos, y sólo ellos, son la fuente más copiosa y necesaria para conseguir el progreso de sus hijos con discapacidad.
No se trata de culpabilizar a nadie, y menos a los padres, porque sabemos muy bien cuán diversos somos los seres humanos, cuán diferentes son nuestras cualidades, nuestras capacidades, nuestros puntos fuertes y débiles. Pero eso no quita para que debamos dar claridad sobre realidades incontestables. Somos los padres, por nuestra propia naturaleza y por nuestra propia situación, quienes más y mejor estamos dotados para ayudar a un hijo con discapacidad. La larga serie de horas que estamos con él, la rica variedad de circunstancias y situaciones que compartimos, la fuerza de los sentimientos que nos unen, todo ello junto, hace que seamos quienes más y mejor le conozcamos y quienes más ocasiones tengamos para mantener o enderezar suavemente el rumbo de su educación.
No vale decir que desconocemos muchas cosas sobre la discapacidad y la educación. Eso puede ser cierto pero es solucionable. Primero, porque nadie nace y consigue el conocimiento completo. Segundo, porque disponemos de profesionales a los que consultar y con los que podemos contrastar nuestras ideas. Tercero, porque existe abundantísima información escrita y publicada, de características muy diversas que se ajustan al nivel de conocimiento y de formación que cada uno tiene, de la que podemos aprender siempre que estemos dispuestos a consultar.
¿Qué es, pues, lo que hace falta? El convencimiento de que uno es absolutamente necesario para su hijo, porque no tenemos sustitutos. El convencimiento de que uno es capaz de ayudarle si se lo propone, en un grado mayor o menor. El convencimiento de que ese esfuerzo vale la pena porque todo ser humano, cualquiera que sea su discapacidad, puede mejorar y, en el peor de los casos, podemos conseguir que no retroceda. El convencimiento de que tenemos que mejorar nuestra formación mediante la consulta y la lectura de fuentes fiables, hoy día tan asequibles a todos. El convencimiento de que la experiencia de cada día, vivida en miles y miles de personas, nos demuestra que la acción de los padres ha sido clave en el avance de sus hijos.
De ahí ha de surgir la voluntad de aprender: a apoyar, a intervenir con acierto y prudencia, a tener paciencia, constancia y perseverancia, a rectificar cuando sea preciso.
Ha de nacer la voluntad de implicarse con alegría, aunque a veces el desánimo vaya por dentro. Esta implicación animosa es el mejor estímulo que podemos aplicar a las mentes de nuestros hijos con discapacidad. ¿No detectamos en su evolución escolar que, cuando al niño le “toca” un maestro que sabe ganárselo, ese año avanza que da gloria verlo, mientras que cuando no existe esa buena relación el niño rechaza la escuela y no progresa? Pues bien, nadie como los padres podemos aportar entusiasmo y alegría en el contacto con los hijos y actitud positiva en nuestras acciones educativas, y podemos transmitirles día a día el convencimiento de lo contentos que estamos por el mero hecho de que existen. De este modo la intervención y la corrección –que tan necesarias habrán de ser, por otra parte– irán no sólo preñadas de cariño sino de capacidad para transmitir motivación, y terminarán por conseguir lo que se pretende.
Hay, pues, muy buenas razones porque existe un gran espacio para la esperanza. También en la crianza y en la educación de un hijo con discapacidad. Esa esperanza es nuestra gran fuerza motriz. Ella mueve nuestra voluntad, nuestra disponibilidad y nuestra acción. Una esperanza que nace de la conjunción del amor por una parte, que es intrínseco a nuestra condición de padres, y del conocimiento que proviene de nuestra decisión de aprender más para servir mejor.
Algunos pueden albergar el temor de que, al volcarse en la educación del hijo con discapacidad, los padres descuiden la educación de los demás hijos. Es un riesgo, ciertamente, del que debemos precavernos. Pero consideremos la otra cara de la moneda: ¿no es también cierto que la actitud que el hijo diferente nos obliga a tomar en nuestra acción familiar y lo que aprendemos a hacer, nos sirve y nos induce a aplicarlo con los demás hijos? Más bien ganamos todos.
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