Editorial: El precio de la fama
EL PRECIO DE LA FAMA
La vida de las personas con síndrome de Down ha pegado un vuelco inimaginable en comparación con lo que era su día a día hace un par de décadas. La mayor parte de esos cambios han supuesto un avance en su calidad vital, como el hecho, por ejemplo, de que su esperanza de vida se haya duplicado o que las oportunidades que se les presentan para llenarla de contenido se hayan multiplicado. Pero algunos de los logros traen consigo el pago de un precio, no siempre evidente, pero que, a la larga, puede resultar caro.
Es el caso del exceso de protagonismo. Si antes se les ocultaba en el rincón más recóndito de la casa o se les enviaba a sanatorios o centros psiquiátricos de por vida, para apartarlos y alejarlos del mundo, bien por vergüenza, bien porque se consideraba que no tenían capacidad para desenvolverse con normalidad en él, ahora se les muestra incluso en exceso.
Las personas con síndrome de Down son las protagonistas habituales en su vida social. Cuando un niño con síndrome de Down llega a un lugar, todo el mundo le saluda, todos le dicen algo, todos le prestan atención. Quizás nadie notó la presencia de su hermano o de su hermana, pero es muy probable que la totalidad de los presentes se haya fijado en él y tenga algo que decirle.
En la escuela son centro de atención, llegando al punto de convertirse con frecuencia en las “mascotas” del colegio. Les saludan los compañeros de su clase y de las demás clases; les conocen los chicos más pequeños y los mayores y los profesores, les den o no les den clase; los padres de todos los niños saben su nombre. Los padres comentan, con frecuencia, que en el colegio todo el mundo les saluda y son conocidos como “los padres de…” (el nombre de su hijo con síndrome de Down). Su evidente discapacidad, reflejada en sus ojos achinados, atrae las miradas de todo el mundo.
Un factor que explica esta situación, inevitable probablemente, es la imperiosa necesidad de apoyos, que obliga a que, desde pequeños y en muy diversas circunstancias, deban recibir una ayuda añadida que no precisan los demás niños: sesiones individuales de atención temprana; terapias específicas; clases complementarias con un solo profesor para ellos en el colegio; refuerzos para enseñarles a leer, a escribir, a estudiar, a hablar; apoyo en el empleo y en la vida independiente. Si siempre han necesitado apoyo, si siempre han sido el centro de gravedad de su mundo cercano, es fácil entender que lo sigan demandando, incluso cuando ya no sea preciso. Se han acostumbrado a ser protagonistas
Todas estas circunstancias justifican que cada uno de ellos se convierta en el protagonista permanente, en la chica de la película, en el actor principal de su vida y de la de muchos de quienes les rodean, en el Rey Sol de su monarquía personal. Los niños con síndrome de Down no se creen el centro del mundo: lo son. Al menos de su mundo cercano. Su egocentrismo natural se nutre del refuerzo permanente que reciben de los demás.
Pero la fama tiene un precio. Y ellos también lo pagan. Quieren ser protagonistas también allí donde su papel es secundario y no admiten que les dejen de lado en la escuela, en la reunión familiar, en el puesto de trabajo, cuando sencillamente son uno más dentro del grupo y su papel debería de ser, precisamente, el de uno más tratado como los demás. Y reclaman, muchas veces de manera inadecuada, volver a ser el centro de atención cuando el entusiasmo inicial decae y nadie les hace caso. Llaman la atención, “exigen” la atención de todo el mundo y son capaces de lo que sea por conseguirla.
El precio de la fama es el comportamiento inadecuado en la escuela, la ridícula actuación en una reunión de familia, la conducta fuera de lugar en el restaurante, la pérdida de un puesto de trabajo; todos estos costes, por no saber admitir que son uno más, que incorporarse a la sociedad como un ciudadano corriente conlleva cumplir los mismos deberes y disfrutar de los mismos derechos que los demás, sin contar con privilegios especiales.
Cuando comenzó la integración familiar, escolar, social, de las personas con síndrome de Down, la instrucción fundamental era: “saquémosles a la calle, para que les conozcan; son personas como las demás”. Ahora, sin embargo, tenemos que reflexionar sobre la posibilidad de que estemos pasando al otro extremo. Podríamos cambiar la norma: “Cuidado, porque todo el mundo les hace protagonistas, aun a su pesar”. Curiosamente, abuelas que antes los ocultaban o no querían hablar del síndrome de Down, ahora sacan la conversación en cuanto pueden, presumiendo de su nieto. Colegios que antes no los admitían, ahora muestran orgullosos en su ideario su defensa de la inclusión y la presencia de niños con trisomía en el centro. Empresarios que desconocían la potencialidad de las personas con discapacidad, ahora abren las puertas a los trabajadores con síndrome de Down.
Pero ¿cómo deshacer este entuerto? ¿Cómo se desenreda la madeja, cuando el nudo de la fama ya se ha introducido en la vida de estas personas? ¿Cómo se les quita el protagonismo que se les concedió gratuitamente y, muchas veces, sin que ellos lo pidieran?
Pues tratándoles con naturalidad; procurando dividir la atención entre él y sus hermanos, entre ella y los otros niños de su clase, entre ellos y sus compañeros de trabajo; haciéndoles esperar, dejándoles en segundo plano siempre que sea preciso, obligándoles a que aguarden su turno, para que sepan que no son personas especiales, o al menos, no más especiales que cualquier otra. Desde los primeros momentos se les ha de tratar como a cualquier individuo, ya que hacerlo a edades más avanzadas será cada vez más inútil y más frustrante para todos. La normalización consiste en eso, en hacerles ver que son personas normales, como lo somos todas; distintas, como lo somos todas. Pues lo único que tenemos en común es que somos diferentes. Por lo demás, están pagando, estamos pagando el precio de su fama, y ese precio está resultando, en muchos casos, demasiado gravoso para todos. En términos de adaptación y de bienestar psicológico.
Comentarios
Gracias por recordarnos el cuidado que debemos tener para evitar lastimarlos. Un abrazo. San Luis Potosí, México.