Editorial: En nuestro trato diario
En nuestro trato diario
Educar a un niño no consiste en corregirle constantemente sino en apreciar sus cualidades o puntos fuertes, y ayudarle a desarrollarlos y alimentarlos lo mejor posible. Nuestra tarea, por tanto, es ayudar a la gente a encontrar sus propias virtudes y promoverlas para que así sean más felices.
Y es así como se enmarca el despliegue de virtudes humanas que necesitamos cultivar en nuestro trato diario con las personas con síndrome de Down. La esperanza constituye la base sólida sobre la que se asienta la fortaleza, ayudada en todo momento por la prudencia.
La prudencia y la fortaleza son el apoyo decisivo para todas las demás virtudes que hemos de desarrollar en nuestro trato diario con nuestros hijos o alumnos. La prudencia ayuda a discernir ese punto de equilibrio que necesitamos para ejercitar las otras a la hora de vivirlas en una circunstancia concreta. La fortaleza aporta el vigor que se necesita para practicarlas cuando aparecen las múltiples dificultades que jalonan nuestra vida en proyecto, es decir, nuestra vida en libertad. Y al hablar de libertad, como cuando hablamos de la inteligencia, es preciso recordar que, si bien ambas son bienes formales, estructurales, sólo alcanzan su perfección cuando se cargan de un contenido éticamente valioso. Como valores formales, libertad e inteligencia son bienes sublimes que hincan sus raíces en nuestra naturaleza humana, pero su valoración última será dictada y sentenciada por el uso real que de ellas hagamos.
La fortaleza es la aplicación de la inteligencia para transformar la realidad. Los animales carecen de fortaleza; por eso no crean, simplemente subsisten. En nuestro modo de afrontar el trato, el cuidado y la atención a la persona con síndrome de Down no pretendemos suprimir una realidad pero sí transformarla mediante nuestra acción que está forjada en la fortaleza. Ello exige el análisis evaluador permanente para comprobar en qué grado nuestras decisiones impregnadas de prudente fortaleza consiguen realmente seguir y continuar el rumbo de nuestro proyecto transformador. Mantener el rumbo hacia un objeto significativo no significa que no haya que hacer paradas o incluso desviaciones temporales en nuestras acciones tácticas. Pero mantener la fortaleza significa seguir con coherencia y sin desánimo las decisiones objetivamente útiles y necesarias, prudentemente adoptadas aunque a veces molesten y susciten el rechazo inicial de la persona a la que atendemos.
Cuando la fortaleza en el cumplimiento de nuestras decisiones se ve impregnada de los sentimientos de respeto y de compasión —entendida como sentido de comprensión compartida y próxima— hacia la persona con síndrome de Down a la que atendemos, se asegura la búsqueda pacientemente activa e inteligente del bien, que es la expresión más sublime que una persona puede pretender de su naturaleza humana. Y es así como se va tejiendo el manto cálido de la perseverancia. Es un manto que arropa y envuelve el día a día de nuestro comportamiento, el que mantiene y da continuidad a nuestra acción.
Es posible que algunas de estas ideas choquen con los perfiles de la cultura blanda y débil al uso. Pero aquí —y perdonen lo coloquial de la expresión— no nos podemos andar con chiquitas. Podré hacer de mi capa un sayo con mi proyecto de vida, lo que me dé la real gana; allá yo. Pero cuando se pone en juego mi participación en el proyecto de vida de otra persona a la que debo prestar parte de mi cerebro “sobrado” para completar de alguna forma las carencias del suyo, he de armarme con todos los instrumentos que el devenir humano ha hecho surgir en su largo y fecundo recorrido. Por encima de las motivaciones y estados de ánimo —necesarios, pero quebradizos y cambiantes— hay algo inmutable: el sentido del deber sometido a una inteligencia siempre crítica que le da auténtico contenido.
La fortaleza no nace ni se improvisa. Se hace. El temple no es algo que el artesano introduce como quien echa unas gotas de elixir, sino que exige el forjado paciente y con frecuencia doloroso. Por eso, la fortaleza que mostramos en nuestro trato diario con la persona con discapacidad, cualquiera que sea nuestra relación y responsabilidad para con ella, ha de ir perfumada por el principio de la amistad en la medida en que las circunstancias lo aconsejen. Eso crea un vínculo muy especial y de auténtica reciprocidad marcado por la confianza. Y es que la fortaleza prudente, la perseverancia y la paciencia activa generan seguridad, uno de los sentimientos más agradecidos por quienes se ven y se perciben inseguros dentro de este torbellino que es la vida.