Editorial: Calidad de vida: razones de una propuesta
Hay acontecimientos que irrumpen en nuestras vidas despiadadamente. Parece que rompen nuestro proyecto, tan cuidadosamente diseñado y dirigido, y nos dejan entre atónitos y desnortados. El nacimiento de un hijo cargado de problemas, la muerte de una persona que formaba parte de nuestra entraña, el accidente que inutiliza a un ser querido, la enfermedad que se introduce en una familia y parece que la va a destrozar, la droga que arrebata la voluntad y la mente de un hijo, el trabajo que se volatiliza y con él se evade nuestra seguridad.
No formamos ni educamos a nuestros hijos o alumnos para aprender a resistir. Se nos ha introducido en nuestras raíces pedagógicas el virus de la educación del coste mínimo y el máximo disfrute; evitar que nuestros hijos sufran lo que tuvimos que sufrir nosotros. Parece lógico y hasta puede que sea una actitud vital a veces necesaria.
Sucede, sin embargo, que cuando nuestro proyecto zozobra porque se ha introducido en él de golpe otro ser absolutamente débil y vulnerable, nos sentimos inermes, sin fuelle. Es la situación de tantos padres que reciben un hijo con algún tipo de discapacidad, o que ésta sobreviene a lo largo de su vida y cuando menos la esperaban. ¿Cómo resistir?
Resistir no sea quizá el término más afortunado. Resistir es un recurso absolutamente necesario, pero no es suficiente. Y menos todavía la aceptación resignada y pasiva de algo irremediable. Ante la aparición de un ser vacilante e inseguro en nuestro entorno, por la circunstancia y en el momento que sea –siempre inoportuna–, la mejor actitud –a la larga– de hacer frente y superar el problema es comprometerse a dotar a ese ser de toda la calidad de vida que pueda estar a su alcance. Es, por así decir, pasar a la ofensiva: comprometerse a hacer de esa persona un ser relativamente seguro y satisfecho con la realidad que le circunda y consigo mismo hasta donde se pueda; transfundirle auténticamente nuestra energía vital, lo más profundo e íntimo de nuestra propia naturaleza. Es pasar de una situación de subsistencia a otra de reafirmación, de iniciativa.
Procurar, crear y dotar de calidad de vida a una persona que por sí misma no está en situación de alcanzarla significa un compromiso, y todo compromiso surge de una convicción que unas veces brota espontáneamente, pero que con frecuencia ha de nacer con esfuerzo, reflexivamente, a partir de ideas y pensamientos que van cobrando forma poco a poco. De hecho, el propio concepto de calidad de vida se ha establecido sólo recientemente en el pensamiento social, y no son pocos todavía quienes se niegan a considerarlo como un objetivo irrenunciable de los seres humanos: incluidos, claro está, quienes tienen discapacidad.
Cuando afirmamos que lo mejor que uno puede hacer, cuando se introduce en su vida la de otro ser con limitaciones, es decidir dotarle de calidad de vida, lo hacemos desde la experiencia contrastada. Más aún: no es sólo que ese ser tenga un derecho, que lo tiene en la medida de los posible; es que la calidad de vida que le proporcionemos redundará en una mejor calidad de nuestra propia vida. Es decir, que aun abordando la cuestión en términos egoístas, la calidad de nuestra propia posición mejorará conforme lo haga la de quien depende de nosotros. Su bienestar contribuye al nuestro.
Es evidente que ni se puede ni se debe absolutizar el concepto de calidad de vida. Hablar de “calidad” es hablar, de alguna manera, de excelencia asociada a valores humanos: salud, satisfacción personal, éxito y reconocimiento, dinero, afecto. El término “de vida” indica que el concepto se refiere a la esencia misma o a aspectos esenciales de la existencia humana. ¿Es posible, entonces, aplicar tal concepto a la existencia de una persona con discapacidad, y más todavía si esa discapacidad es de carácter intelectual? Recordemos que la discapacidad intelectual suele definirse como una condición que va a afectar, en mayor o menor grado, a la capacidad de la persona para realizar elecciones por sí misma. Pues bien, la respuesta a esa pregunta es: sí. No sólo es posible sino deseable. Lo cual significa que el concepto de desarrollo de la autodeterminación en una persona con discapacidad intelectual será uno de los aspectos que habrá de estudiarse con detenimiento, a la hora de abordar la aplicación de las medidas implicadas en los contenidos de la calidad de vida.
La calidad de vida de la persona con discapacidad empieza por la calidad de vida de la familia. Difícilmente se puede dar de lo que no se tiene. Si la familia vive estresada y agobiada, y no sólo por motivos económicos sino porque no recibe los apoyos sociales que su situación demanda, o porque simplemente se niega a aceptar su situación y se rebela con actitudes negativas, o porque sus objetivos son inalcanzables o sus valores son exclusivamente materiales, entonces su calidad se quiebra y, con ella, la de quien más de ella depende.
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