Cuando el protagonista queda en segundo plano
Artículo Personal: Cuando el protagonista queda en segundo plano
Beatriz Gómez-Jordana Moya
Hace poco menos de un mes nació Jacobo, mi primer nieto, el primer sobrino, el primer bebé en mi casa después de 34, 32, 29, 22 años, y el primero en la línea de sucesión al apellido de la casa porque su madre, mi hija, y su marido han decidido ponerle el apellido del abuelo: mi marido.
Han sido 9 meses difíciles para quien hasta ahora ostentaba el protagonismo de toda una familia de 43 personas entre primos, tíos y hermanos: mi hija Bea que tiene síndrome de Down.
Beatriz se enteró de que iba a ser tía pocos días después de que su abuela paterna falleciera; y ambas situaciones provocaron en ella una caída en picado de tal calibre que tuve que requerir la ayuda de un profesional y amigo: el Dr. Enrique de Portugal, del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Gregorio Marañón, para tratar el asunto.
Bea a sus 22 años fue consciente por primera vez del significado de la muerte de su abuela. Entendió que morir es irse para no volver. Sus otros abuelos habían fallecido con anterioridad, pero su corta edad jugó el favor de no hacerla razonar con la claridad y discernimiento sobre la situación que entonces vivía.
A las pocas semanas, su hermana Paty nos anunció a toda la familia, durante una cena, que esperaba un bebé. La alegría con que todos recibimos la noticia fue equivalente a la tristeza que reflejaba la cara de mi hija pequeña que por un segundo supo tragarse una lágrima y acercarse a mi lado a darme un abrazo, en lugar de dárselo a su hermana como hicimos el resto. Fue un momento fugaz en el que entendí todo de golpe y me la llevé al lavabo para hablar con ella.
Me preguntó si la iba a querer igual, si seguiría siendo la más importante para mí.
He sido una madre dura con mi hija Beatriz, puede que incluso más que con ninguno de mis hijos, pero no he querido y amado tanto en mi vida como amo a esa criatura. Y para mí, como bien le dije a ella, “Eres y seguirás siendo lo más importante de mi vida siempre. Y ahora vas a darle un abrazo a tu hermana porque está feliz y tú la adoras, y ella va a sentirse feliz de que le des un abrazo”.
Los días se convirtieron en meses y seguía viendo mal a Beatriz. Y un día decidí que “hasta aquí hemos llegado”, y llamé a Enrique para hablar con él de la situación en que me encontraba yo y, más aún, en cómo la veía a ella.
Fue más o menos al quinto mes de embarazo cuando el Dr. de Portugal empezó a tratar a Bea con la que mantuvo conversaciones de una hora y en las que mi hija fue poco a poco desgranando su propia existencia.
De los múltiples pensamientos que expresó con un vocabulario impecable, el primero fue: “Si mi hermana Paty ya va a tener su familia y mis hermanos Pepe y Jaime se van a casar con sus novias, ¿quién va a cuidar de mí cuando mis padres se vayan con la abuela?”.
Creo que, de esa, a Enrique le costó un poco salir airoso. La segunda fue aún más directa porque con toda su claridad dijo: “yo no quiero tener síndrome de Down. Yo quiero ser como mis hermanos”. Esta segunda creo que también fue algo compleja de resolver... y de ahí “p'alante”.
Tras varias consultas Bea poco a poco empezó a confiar en su médico y llegó a convertirse en su pleno confidente, pues le contó cosas de las que ni a mí, su madre, me había hecho partícipe. Aun así, ni él ni yo veíamos una mejoría en línea sino más bien pequeños altos y bajos y, en líneas generales, una planicie por lo bajo que no le sacaba una sonrisa ni tampoco de su propio ensimismamiento.
Si bien al Dr. Portugal le costó decidirse, finalmente empezó con la medicación, previa consulta a mí y a su padre, quienes nos mostramos favorables a ella porque no teníamos nada que perder y posiblemente mucho que ganar: sacar a Beatriz del pozo en el que se encontraba. Se le hizo un chequeo general y se vieron las medicaciones que tomaba, pues padece hipotiroidismo y toma eutirox a diario.
Se probó con el antidepresivo más consecuente a su situación, con leves efectos iniciales y secundarios. Hasta el mes no empezamos a notar el cambio y, desde entonces, ha ido en línea ascendente en visión positiva, en alegría, en aceptación y sobre todo, una vez nacido su sobrino, en volver a sentirse protagonista pues “soy la única tía carnal que tiene Jacobo y soy mayor, así que más trabajo porque además de estudiar lo tengo que cuidar”.
Yo me pongo a pensar y entiendo lo duro que debe ser para cualquiera caer del pedestal en el que estaba, pero lo que verdaderamente me ha asombrado de mi hija es que, igual que se cayó de él, ha vuelto a subirse con mucho más coraje, y no está dispuesta a que nadie le quite ese trono porque es y será siempre la única tía carnal de Jacobo que ha estado lidiando con ella una dura batalla por el protagonismo.
Habrá que esperar a que comparta trono con su hermana el día que mis hijos varones me den nietos pero, como ella misma dice: "Eso es diferente porque son chicos y Paty es la mejor".
Finalmente, no estaría de más insistir en que la evolución emocional de Beatriz nos indujo a pedir la ayuda del psiquiatra, que en este caso era amigo y conocido nuestro. Y, bien es cierto, que acertó plenamente a entender su situación psicológica y a gestionarla con la combinación de su propio e intenso apoyo psicoterapéutico y la ayuda de un fármaco bien elegido.
No es nada fácil, a día de hoy, encontrar psiquiatras que entiendan y se involucren en lo que significa la discapacidad intelectual, y sepan utilizar los recursos psicoterapéuticos y farmacológicos.
Desde aquí me gustaría animar a los profesionales del campo de la psiquiatría a que penetren también en este mundo de la discapacidad intelectual: los necesitamos más que nunca, en un mundo cada vez más complejo, y con esperanzas de vida adulta cada vez más prolongadas. Y asimismo, a los padres y tutores de este grupo de población a que pierdan el miedo en acudir a ellos porque en ocasiones nos faltan los recursos que solo dichos profesionales pueden ofrecernos.
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