Caso práctico: ¿Qué lecturas te gustan?

Qué lectura te gusta síndrome de Down

Consulta: Me preocupa que Lucía lee menos de lo que creo que sería bueno para ella. Teniendo en cuenta que tiene 14 años y síndrome de Down, ¿qué me recomienda Miriam?

Contesta: Miriam (43 años, aficionada a la lectura, síndrome de Down). 

1. Libros más sencillos. Hay varias colecciones que ofrecen libros con argumentos diversos.

- Los Clásicos Disney
- La Colección "El barco de vapor", de SM
- Las aventuras de Tintín
- Alfaguara infantil y juvenil. Por ejemplo, las novelas de Roald Dahl
- La serie rosa de la "Colección Minilibros Disney"
- Colección Clásica Juvenil de Publicaciones Fher
- Clásicos juveniles, de Ediciones Grafalco
- "La aventura de leer" con Susaeta
- Biblias sencillas. Por ejemplo: "La vida de Jesús" de Enid Blyton (Edic. Toray)

2. Libros y colecciones para edades más avanzadas

- Mujercitas
- Historias cortas de High School Musical
- Puch
- Serie "Santa Clara"
- Serie "Torres de Malory"
- Colección "El Club de las Zapatillas"
- Colección  "Los Hollister"
- Colección "Los cinco"
- Colección "El Club de las Canguros" (ver el relato al final del listado)
- "Los descendientes" de Disney Channel
- "Las crónicas de Narnia"
- Los libros de "Harry Potter"

Y a propósito de este tema, transcribimos un capítulo del libro "La nueva dimensión", titulado: Nuestras amigas, las “Canguro”
Abrí mi correo electrónico y me encontré con la siguiente carta de una persona que yo desconocía:


“Estimado doctor:

“Usted no me conoce a mí pero yo sí a usted, porque un amigo mío de Cantabria me hace llegar sus artículos en "El Diario". Los leemos juntos mi mujer y yo, y después se los pasamos a otros amigos. Pero hay algo en ellos que a mí, como padre ―varón, quiero decir―, me deja mal sabor de boca y, después de darle muchas vueltas, se lo voy a comentar. Verá. Tenemos una hija con discapacidad intelectual, como usted suele llamar, que tiene ahora 24 años. Es cierto que las madres desempeñan un papel fundamental en la educación de los hijos, y más en éstos. Pero creo que usted minusvalora el trabajo que los padres también realizamos; no diré que todos pero sí más de los que usted parece dar a entender.”

“Ya no es sólo el apoyo moral y físico que prestamos a nuestras mujeres, estando siempre abiertos a compartir sus preocupaciones y recibir sus desahogos, prestos a intercambiar opiniones. Yo suscribo lo que escribió hace unos meses sobre la maternidad doblemente fecunda. Pero, créame, también la paternidad. Dedicamos muchas horas a permanecer al lado de nuestros hijos, colaboramos activamente en su educación, jugamos y paseamos con ellos. Y le diré algo más, asumimos el papel de compensar, a veces, el rigor de las madres. ¿No le parece justo?”

“Perdone el rollo que le estoy metiendo, pero no me resisto a contarle una historia mía.”

“Nuestra hija aprendió a leer con ese método que desarrollaron ustedes en Cantabria, cuando tenía seis o siete años. Y aprendió muy bien, pero llegó a una fase en  que sólo leía cuentos con muchas imágenes y poco texto. Mi mujer y la maestra opinaban que era ya el momento de que se aficionara a    otros cuentos con más contenido. En casa había muchas colecciones de mis hijos mayores: de ‘los cinco’, ‘los siete secretos’, ya sabe, esas series de Enid Blyton. Le animábamos a leerlos, los iniciaba pero a las pocas líneas los abandonaba. Tenía ya doce años.”

“Un día recordé lo mucho que le gustaba ver películas que ya conocía; las veía una y otra vez en su sesión semanal de pelis. Y pensé: ¿qué pasaría si empezaba a conocer las aventuras de los libros de otra manera más atractiva? Y me puse ―yo, su padre― manos a la obra. Elegimos una serie nueva muy simpática, el Club de las Canguro, de Ann Martin, en la que un grupo de jovencitas constituyen un grupo de canguros en una pequeña ciudad, y les surgen múltiples aventuras que ocupan... ¡24 volúmenes! Con que leyera el primero de ellos me conformaría.”

“Llegó la primera noche y mi hija se acostó, como siempre, con un cuento muy bien ilustrado para leer un rato. Me senté en su cama, junto a ella.”         

“―Hoy te voy a leer yo un libro precioso; ya verás.”

“Y allí empezó la aventura. Cada noche era un capítulo, una media hora de lectura pausada, llena de gestos, de cambios de voz que intentaban imitar a distintos personajes, de risas o de lágrimas según dictara el texto. Mi hija a veces me seguía arrebatada y cambiaba su expresión con la mía; hasta que empezó a seguir ella misma con sus ojos, a veces, el texto del libro. Lo bueno era, además, que terminada la lectura, seguíamos un buen rato con bromas, con risas, con miradas mutuas llenas de contenido.”

“Antes de que se acabara el primer volumen, a veces veíamos durante el día que nuestra hija lo tomaba y se pasaba un rato releyéndolo. Y siguieron más y más volúmenes de nuestras divertidas canguro. Una noche se me ocurrió una idea. En lugar de ponerme a su lado me puse enfrente. Y empecé a leer. De pronto cambié un nombre. En lugar de mencionar a Claudia, como decía el texto, mencioné a Janine.”

“―No papá ―salió disparada. ―No es Janine sino Claudia.”

“–¿Y cómo lo sabes?”

“Me miró picarona. Bajó los ojos como avergonzada y musitó:

“―Es que me lo leí esta mañana.”

“Ya no se limitaba a leer lo que conocía; quería ir por delante. Su afición a la lectura estaba asegurada. De paso comprobé que su memoria se afianzaba y mejoraba su capacidad de relacionar unas cosas con otras. Pero no fue sólo eso. Nuestra relación ―ella y su padre― se había enriquecido hasta cotas que no se puede usted ni imaginar.”

“Es posible, doctor, que la contribución de los papás a la educación de nuestros hijos con discapacidad pueda no ser muy extensa en términos cuantitativos. Pero le aseguro que sí lo es términos cualitativos; cuando hay ganas de hacerlo, naturalmente.”

“Así que téngalo presente para próximas ocasiones. Y gracias por leerme.”

Pues bien, lector. Ésta ha resultado ser la “próxima ocasión”. Y me ha parecido oportuno incorporar con detalle esta historia, de cuya autenticidad doy fe, como conclusión de esta serie de reflexiones que he planteado en los últimos meses sobre el valor y la necesidad de la comunicación de las personas con discapacidad. La anécdota de mi amigo está llena de valores: el interés y el ingenio de unos padres; el trabajo para que la hija domine una herramienta absolutamente fundamental hoy día: la lectura, hasta que se convierta en algo que produzca disfrute; el desarrollo de capacidades; el saber utilizar los pequeños huecos del tiempo disponible en algo útil y al mismo tiempo divertido; el afianzamiento de una relación llena de afecto, como base para una comunicación que, a buen seguro, será fluida y enriquecedora ya para toda la vida.

No puedo por menos de recordar los días en que algunos profesionales se sonreían displicentemente cuando veían los esfuerzos por enseñar a leer a niños pequeños con síndrome de Down, aquí en Cantabria, como diciéndonos: “a dónde vais, insensatos”. Hoy leen y escriben; firman sus documentos; saben seguir las instrucciones que leen en los cajeros, o en su ordenador; escriben en él; apuntan los recados que se les da; toman notas en las charlas; empiezan a navegar por Internet. Es decir, están en el centro de las vías de comunicación de la sociedad actual. Disponen, por fin, de un instrumento que va a ser su mejor fondo de pensión para toda la vida. ¿Cuesta trabajo? Por supuesto. Por eso tiene tanto valor lo conseguido.