Felices con dos hijos adoptados con síndrome de Down
Articulo personal: Familia feliz con dos hijos adoptados con síndrome de Down
Esperanza Sádaba y José Ángel Gutiérrez
Somos una familia española. Tenemos dos hijos (un niño y un niña) con síndrome de Down y los dos son adoptados. Llegaron a nuestro hogar cuando tenían siete y seis meses de edad, respectivamente. Y lo han llenado de alegría, actividad, caos, amor, ternura y vida…, ¡pura vida!
Contamos nuestra historia por si ayuda a otras personas o familias a dar a luz a sus hijos con síndrome de Down u otra discapacidad. Y si después no pueden atenderles, que los entreguen para ser adoptados. Evidentemente, también queremos animar a otras familias a adoptar; nos consta que las hay. Nosotros simplemente queríamos ser padres y elegimos esta manera de hacerlo. En realidad, no nos apetece mucho contar momentos o cosas que pertenecen a nuestra intimidad. Pero así como hubo testimonios que nos ayudaron a nosotros a lanzarnos a una aventura así, quizá el nuestro, humildemente lo decimos, pueda servir a otros. Hoy, en España, el 90% de los niños a los que se detecta síndrome de Down no llegan a nacer y todos sabemos por qué. Si nuestro testimonio sirve para que tan solo uno de ellos (con esa u otra discapacidad) llegue a nacer, habrá merecido la pena darlo.
No pudimos tener hijos biológicos. Nos casamos con la ilusión de ser padres algún día. Y al saber con certeza que no íbamos a poder tenerlos, pasamos por un proceso de duelo, de sufrimiento.
Poco a poco, casi sin darnos cuenta, una serie de circunstancias y vivencias se alinearon. Por un lado, tres de nuestras amistades tienen cada una de ellas un hermano con síndrome de Down de más de 30 años de edad. Cote tiene síndrome de Down y es hermano de Inés. María tiene síndrome de Down y es hermana de Raúl. Y Genaro tiene también síndrome de Down y es hermano de Cristina. Sobre todo teníamos trato con dos de ellos: con Jenaro y con María. A ambos les tenemos mucho cariño, y ellos a nosotros: un cariño recíproco. Y sobre todo, ambos adoran a Espe, mi mujer. Y ella les adora a ellos.
Por otra parte, en una ocasión, una conocida de Espe que estaba embarazada le contó que iba a hacerse la prueba de la amniocentesis por si el bebé que esperaba tenía alguna malformación, en cuyo caso abortaría. Ella le dijo: “Por favor, no lo abortes; si es preciso, dámelo a mí”.
Asimismo, leímos una entrevista que le hicieron al actor católico estadounidense Jim Caviezel, quien había adoptado a dos niños con necesidades especiales, con discapacidad. Y, entre otras cosas, decía: «Cuando les vi a ambos, mis ojos vieron sus deformidades, pero mi corazón no. Mi corazón vio que eran hermosos, y no sólo que eran hermosos, sino que me embellecían a mí, porque me hacían querer ser un hombre mejor. El amor es una decisión... Cada mañana, al despertar me arrodillo para dar gracias a Dios por tenerles conmigo. No te haces idea de las bendiciones que te pueden llegar si le das una oportunidad a la fe». Nosotros también somos católicos, así que las palabras de Caviezel nos empezaron a abrir un horizonte nuevo a la hora de abordar nuestra paternidad.
Ciertamente, nos acordamos de las frases de Jesús en el evangelio: “El que recibe a uno de estos pequeños en mi nombre, es a mí a quien me recibe”. “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.
También leímos el testimonio de una familia que había adoptado a un niño con síndrome de Down: “Sólo vivimos una vez y vale la pena gastar la vida haciendo cosas que realmente lo merezcan... y es que dedicamos tanto tiempo y esfuerzos en tantas cosas... ¡muchas de ellas nos dejan vacíos! Ahora sí que nos la hemos complicado de verdad, pero lo hemos hecho con mucha ilusión”.
Poco a poco, todas esas circunstancias y vivencias cristalizaron en una pregunta: ¿Por qué no adoptar a un niño o niña con síndrome de Down? ¿Por qué no traer a casa un Genaro, una María? Un proyecto que, a la vez que nos pareció muy ilusionante ―por el gran cariño que les teníamos―, de entrada, nos dio mucho vértigo…, por lo que comprendemos cómo se sienten otras personas cuando saben que esperan a un niño con esa u otra discapacidad…
Lo primero que hicimos fue llamar a Down España, que tiene un programa llamado ‘Padres que acogen’ y que ofrece asesoramiento a familias que están pensando en adoptar o en acoger temporalmente a estos niños. Nos explicaron muy amablemente en qué consiste ese programa, pero al terminar le dije a la persona que me atendió: “Pero no es seguro que lo vayamos a hacer, ¿eh?”.
Efectivamente, iniciamos un proceso de discernimiento. Down España nos puso en contacto, a petición nuestra, con dos familias que ya habían adoptado a un menor con esta discapacidad. La primera era una familia con más hijos biológicos, que habían traído a casa a una niña de unos 4 años. Se les veía felices. La segunda familia no tenía hijos biológicos, por lo que sus circunstancias eran más parecidas a las nuestras. Estaban radiantes con su hija de unos dos años…
Después de eso, seguimos un tiempo más pensándolo, unos meses. Hasta que nos decidimos y nos apuntamos a los cursillos de adopción puesto que es necesario obtener la idoneidad que otorga la Administración, ya que si no se tiene, no se puede adoptar.
Para ello, una vez hechos los cursillos, hay que cumplir una serie de trámites ―entre ellos, el ofrecimiento concreto para adoptar: nosotros nos ofrecimos para un niño o niña con síndrome de Down de cero a tres años―. Diez meses después de los cursillos, llegó la idoneidad a casa.
A partir de entonces comenzó una espera, cada vez más ilusionada, por adoptar a un bebé con síndrome de Down. Las dudas y el vértigo inicial dieron paso a un anhelo cada vez mayor.
Fue pasando el tiempo y tres meses después de que nos concediesen la idoneidad, los servicios de adopción de nuestra comunidad nos llamaron para contarnos que había un niño con síndrome de Down en otra región que esperaba una familia para ser adoptado.
Por supuesto, dijimos que sí. Nuestra emoción fue indescriptible. Queríamos ir lo antes posible a ver a nuestro hijo, abrazarlo y besarlo. Y decirle: ‘aquí estamos, somos tus papás’.
La persona que nos atendió nos dio pocos datos. Pero entre ellos, nos informó de que ese bebé ―que contaba con unos cinco meses de edad― tenía problemas de salud y había sido intervenido de cardiopatía congénita, algo bastante común en los niños con síndrome de Down. En ese momento se encontraba tutelado por los Servicios Sociales de su Comunidad Autónoma.
Lo siguiente que hicimos fue decírselo a nuestras familias que, hasta el momento, ignoraban todo. Habíamos decidido no adelantarles nada sobre nuestro proceso de adopción a un bebé con síndrome de Down, para evitarnos y evitarles ansiedades. Escogimos una reunión familiar. También lo contamos a los amigos más allegados. Hubo de todo: sorpresa, emoción, llanto, mucho llanto… Fue precioso comunicarles a todos la buena noticia. La alegría que nosotros ya sentíamos inundó a nuestras familias y amigos. Junto con ellos, preparamos en quince días con toda ilusión todo lo que cualquier padre y madre organizan en nueve meses para la llegada de su hijo.
Después, nos organizamos en nuestros trabajos para poder hacer el viaje lo antes posible. Y así fue: pocos días después viajamos a la ciudad donde nuestro hijo nos estaba esperando. Al día siguiente, llegó el gran momento. Los servicios sociales y de adopción de su comunidad nos habían citado para una entrevista. En ella nos contaron cómo estaba de salud y su historia, que pertenece a su intimidad, así que allí la dejamos. Nos preguntaron con mucha delicadeza si queríamos pensarlo un poco más antes de ir a verle. Estaba hospitalizado porque había tenido algunas complicaciones digestivas. Les dijimos que, por supuesto, queríamos conocer ya a nuestro hijo. Nos llevaron al hospital y nos volvieron a preguntar si deseábamos pensarlo un poco más. Les respondimos ya casi con lágrimas en los ojos, que si habíamos ido hasta allí era para ser sus padres. Así que nos acompañaron a la habitación en la que estaba ingresado. Y allí le vimos, por primera vez. No podemos evitar las lágrimas al acordarnos de ese momento. Estaba dormido, en una cama-cuna, lleno de tubos. Cuando entramos y nos asomamos a la cuna, se despertó, nos miró, sonrió y se volvió a dormir. Las lágrimas que nos caen al escribir estas líneas fueron como las que derramamos allí. El personal de los servicios sociales que había entrado con nosotros a la habitación se retiró discretamente para dejarnos solos con nuestro hijo, respetando ese momento de tan intensa emoción. Le acariciamos. Le besamos y le dijimos: ‘ya estamos aquí. Somos tus papás’.
Desde entonces ha comenzado una aventura apasionante y maravillosa, no exenta de esfuerzo y sacrificio, pues su crianza ha sido y está siendo dura; y su educación también. Nuestro hijo tiene fortalezas y debilidades, como todo el mundo, y vive la vida con intensidad. Es pura vida, inocencia y amor. Le queremos tal como es. Y ya no concebimos la vida sin él.
A los dos años de la llegada de nuestro hijo, y como había sido una experiencia magnífica, pensamos: ¿y por qué no repetirla? Así que nos lanzamos a una segunda: queríamos darle un hermanito o hermanita…
Nos pusimos manos a la obra. Otra vez nos ofrecimos para adoptar un niño o niña con síndrome de Down de 0 a 3 años. Otra vez nos dieron la idoneidad. Ahora sólo había que volver a esperar.
Un buen día, por medio de un chat de padres, supimos que en otra Comunidad había una niña de seis meses con síndrome de Down que estaba siendo cuidada por una familia de acogida pero que necesitaba una familia adoptiva. A veces el boca a boca funciona más rápido que la Administración. Enseguida llamamos a los servicios de adopción de nuestra Comunidad para que se pusieran en contacto con los de la niña para que, si no tenían a nadie, supieran que había una familia interesada. Y como no tenían a nadie con la idoneidad y nosotros sí la teníamos, nos llamaron de inmediato.
Sin embargo, la inmensa alegría al saber que nuestra hija nos esperaba se mezcló con algunas dudas que nos vinieron a la cabeza. Es verdad que nos habíamos ofrecido, sí. Y teníamos ganas de darle un hermano o hermana a nuestro hijo. Pero empezamos a pensar en el futuro. ¿Qué será de ellos cuando no estemos nosotros?, ¿qué será de los tres cuando uno de los dos papás falte? Eran las preguntas que nos hacíamos y que en cierta medida nos angustiaban.
Y aquí, otra vez hubo testimonios y ejemplos que nos ayudaron a dar el sí definitivo. Por circunstancias profesionales conocimos a una familia, también española, que había adoptado también a dos hijos con síndrome de Down. Sus palabras, nos animaron: “Eso preocupa a todos los padres. Nosotros confiamos en la providencia de Dios”. “No sabemos qué pasará el día de mañana, pero sabemos que Dios nos ha llamado a ser, hoy, padres de nuestros hijos y a quererles como Él nos ha querido a nosotros”. “Nos llama a todos a dar la vida. Nosotros damos la vida siendo padres”.
También nos ayudó el ejemplo de Vittorio Trancanelli, médico italiano padre de familia, ya fallecido, que adoptó siete niños ―algunos de ellos con discapacidad―. En su lecho de muerte, rodeado por su mujer y sus hijos, se dirigió a ellos y les dijo: “Por esto vale la pena vivir, no por convertirse en alguien, hacer carrera o ganar dinero”.
Otro testimonio de vida, que para nosotros fue fundamental a la hora de decidirnos por la segunda adopción, fue el del matrimonio español formado por Jesús Flórez y María Victoria Troncoso, que tienen cuatro hijos biológicos, las dos chicas con discapacidad intelectual (Miriam tiene síndrome de Down y Toya una "enfermedad rara"). Su ejemplo, su entrega, su lucha por dignificar la vida de las personas con síndrome de Down, a todos los niveles, nos conmovió y nos sigue conmoviendo. María Victoria, además, nos animó: “Estáis en plenitud de facultades, de ilusión y de posibilidades”. Y, de cara al futuro, nos habló de residencias, fundaciones, instituciones, que podrían hacerse cargo de ellos, nos animó a ahorrar… “Seguro que habrá modos para que estén atendidos el día que no podáis vosotros. Mientras tanto, les habéis dado una vida estupendísima”. Y hasta entonces, “que les quiten lo bailao” a vuestros hijos, “que os habrán tenido, como padres, 30, 40 años…”.
Esas palabras fueron el último impulso que necesitábamos. Así que nos lanzamos. Llamamos a los servicios de adopción de su comunidad, les confirmamos nuestro ‘sí’. Y lo mismo que la otra vez, volvimos a anunciarlo a nuestras familias y amigos. La sorpresa fue mayor que la primera vez, somos conscientes de ello. Pero también hubo alegría y mucha emoción de toda la gente que se alegró con nosotros por nuestra segunda paternidad.
De igual forma nos organizamos en nuestros trabajos y pusimos fecha para viajar e ir a recoger a nuestra nueva hija. Al día siguiente, llegó el otro gran momento para nuestra familia: el día que la conocimos. Al igual que con su hermano, otra vez nos emocionamos al recordar el momento en que, conforme subíamos las escaleras de la casa, oímos que su madre de acogida le gritaba: “Ya están aquí tus papás”. Una niña preciosa nos miraba como sorprendida. Su madre de acogida la puso en brazos de su madre de adopción… Y otra vez las lágrimas afloraron a nuestros ojos. Acabábamos de conocer a nuestra hija…
Dos días después, volvíamos con ella a nuestra casa para que la conociera su hermano, al que habíamos dejado con unos tíos. Otro momento de gran alegría, aunque todavía no era consciente de que llegaba una hermanita a casa…
Nuestra hija, al igual que su hermano, es pura vida. Y la amamos tal como es. Ha sido un auténtico regalo para nosotros tres. Como dice nuestro hijo con su lengua de trapo, ‘somos una familia guay’.
Esta es nuestra historia con nuestros hijos. Sabemos que cada niño con síndrome de Down o con alguna discapacidad es distinto. Cada uno tiene su físico, su forma de ser, los hay más o menos guapos, simpáticos, activos o pasivos, impulsivos, también los hay más tímidos y retraídos, o los que viven en su mundo. Pero estamos seguros de que si preguntásemos a los padres de hijos con discapacidad si ha merecido la pena traer al mundo a su hijo o hija, la inmensa mayoría respondería que sí. Nosotros también: ¿merece la pena tener o adoptar a un niño con síndrome de Down? Nuestra respuesta es: sin duda alguna.
También hay momentos de desaliento y cansancio, porque no se ven progresos o porque éstos van muy despacio o porque piensas que no estás haciendo lo suficiente como padres. Pero nosotros tenemos el convencimiento de que el ser humano es feliz cuando ama. Y de que el verdadero amor se manifiesta y se demuestra en la «entrega» al otro. Y ese amor, que incluye el sacrificio, es lo que da la felicidad. Nosotros vemos que nuestros hijos son felices. Y nosotros lo somos con ellos porque ese era y es nuestro objetivo: que sean felices. Un beso, una caricia, un abrazo, una sonrisa suya compensan todos los esfuerzos del día a día. Se cumple aquello que decía otra madre: “Te devuelven lo que les das, multiplicado por mil”.
Antes de llegar ellos, no sabíamos que a un hijo se le podía querer tanto. También sabemos que adoptarlos ha sido lo mejor que hemos hecho en la vida. Y que en el futuro, echaremos la vista atrás… y habrá merecido la pena.
Sólo podemos dar infinitas gracias a sus padres biológicos por haberles dado la oportunidad de tener otros papás. Y, por supuesto, gracias a Dios, por habernos hecho padres de estas dos criaturas suyas, por habernos dado estos dos regalos. Sabemos que vela por nosotros en su providencia. En 2019 fuimos a Roma a agradecer a San Juan Pablo II la llegada de nuestros hijos. Allí tuvimos la suerte de saludar al Papa Francisco, momento que recoge la foto de este artículo.
Si este testimonio sirve para que un solo niño con discapacidad llegue al mundo, habrá merecido la pena darlo…
(Si alguien desea ponerse en contacto con nosotros, escríbanos al correo Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.).