Esperanza Pedagógica de Hijos Con Síndrome De Down

LA ESPERANZA PEDAGÓGICA EN PADRES DE HIJOS CON SÍNDROME DE DOWN

Karen de Fátima Armijos Yambay

 

Nota informativa. El presente artículo destaca algunos aspectos ―a modo de pinceladas― del original de la tesis doctoral que fue presentada y defendida por la autora el 16 de julio de 2020 en la Universidad Autónoma de Barcelona (España), con el título: "La experiencia vivida de la esperanza pedagógica en padres de hijos con síndrome de Down".

 Esperanza Pedagógica de Hijos Con Síndrome De Down

Actitudes y percepciones actuales de los padres sobre sus hijos con síndrome de Down

Los padres forman parte del centro en el dinámico proceso de la maduración del niño con síndrome de Down. Las actitudes de los padres y las percepciones que tienen sobre sus hijos son importantes desde los primeros momentos de vida del niño con síndrome de Down, ya que también estas ejercen una influencia sobre las relaciones e interacciones en el hogar. En efecto, conducen a la instauración del vínculo afectivo entre los hermanos e influyen en su comportamiento hacia el niño. Además de los valores y las expectativas, las actitudes parentales pueden sostener y apoyar la relación padres-hijo y contribuir a reducir las dificultades en las etapas de transiciones. En la medida en que los padres son capaces de adoptar un abordaje práctico y de afrontamiento, mediante la búsqueda de recursos de ayuda e intentando resolver activamente los problemas, se colabora a que el niño consiga maximizar su potencial.

Sin embargo, el diagnóstico inesperado y el nacimiento de un niño con síndrome de Down –acontecimientos desafiantes para los padres— provocan una gama de efectos emocionales, tanto positivos como negativos, sobre los padres. Muchos padres experimentan un shock inicial o impacto psicológico, en el cual tienen una precipitación de emociones y sentimientos internos que se caracterizan por la angustia o la “culpabilidad, el temor, el dolor, la tristeza, el miedo, la preocupación, la falta de información o la desesperación, entre otros”. Posteriormente, suele pasarse por las distintas etapas de duelo, como consecuencia de haber tenido un hijo distinto al “soñado y anhelado durante la gestación”.

Cabe destacar que cada familia con un hijo con síndrome de Down es única, pues, dependiendo de sus circunstancias y diversos factores, tendrá características y necesidades propias, con una mezcla de actitudes positivas y negativas. Los padres que se adaptan con el tiempo y toman una actitud de aceptación, entendiendo que el hijo es una persona que vive, siente y sufre —como todos— podrán interactuar con ese “sujeto social que les dará alegrías y tristezas en su crecimiento y desarrollo”. Si lo padres le aman de verdad y lo consideran capaz de mejorar, avanzar, convertirse en una persona autónoma, es muy probable que el hijo empiece a confiar en sí mismo, se sienta más seguro y, consecuentemente, supere los obstáculos que vayan surgiendo en su vida.

En síntesis, parece plausible pensar que las actitudes y percepciones positivas de los progenitores harán que estos tengan aspiraciones positivas sobre sus hijos y, por ello, les faciliten oportunidades para la autonomía y la independencia. De esta forma, se promoverá su inclusión en la familia, la escuela, la sociedad y posteriormente en el trabajo.

 

Disposiciones necesarias para la crianza de un hijo con o sin síndrome de Down en la relación pedagógica padres-hijos

Para que la relación pedagógica se establezca, son necesarias unas disposiciones por parte de los progenitores, pues sin ellas la relación dejaría de ser —en un sentido apropiado o esencial— propiamente pedagógica. Estas disposiciones básicas, de acuerdo con las nociones pedagógicas de Max van Manen, son:

  • El amor pedagógico: te quiero como eres, pero también como lo que aún no eres, y estás llamado a ser.
  • La responsabilidad pedagógica: la debilidad del niño se convierte en una fuerza moral sobre el adulto, gracias a la cual el verdadero educador capta con fina sensibilidad las continuas necesidades.
  • La esperanza pedagógica: la esperanza es una condición fundamental para la vida y, de manera particular, es un requisito esencial para la educación. La esperanza pedagógica se encuentra en todas las interacciones entre educador-educando, pues esta es una condición sin la cual cualquier intento educativo decae o pierde entidad. Solo si la esperanza radica en la relación pedagógica, esta se afianzará desde la experiencia a través de la paciencia, la tolerancia y la creencia propia de la confianza en las posibilidades de nuestros niños.

 

Fenómenos contiguos a la esperanza

  1. Las expectativas. Es bien conocido el “efecto Pigmalión”: las expectativas de los profesores influyen en el rendimiento de los alumnos. En el ámbito de la educación especial, las expectativas parentales han demostrado estar poderosamente relacionadas con los logros en varios dominios, incluyendo la educación postsecundaria y aspectos relacionados con la autonomía personal. En efecto, se ha comprobado que las expectativas de los padres predicen significativamente los niveles de autonomía de sus hijos adolescentes con discapacidades y, como consecuencia, afectan también a los resultados escolares que se ven así favorecidos: “Si nuestras expectativas para con nuestros hijos o alumnos con síndrome de Down son exiguas y limitadas, nuestros resultados también lo serán”.

En el ámbito de la educación especial, las expectativas parentales han demostrado estar poderosamente relacionadas con los logros en varios dominios, incluyendo la educación postsecundaria y la autonomía personal. Se ha comprobado que las expectativas de los padres predicen significativamente los niveles de autonomía de sus hijos adolescentes con discapacidades y, como consecuencia, afecta también a los resultados escolares que se ven así favorecidos: “si nuestras expectativas para con nuestros hijos o alumnos con síndrome de Down son exiguas y limitadas, nuestros resultados también lo serán”.

 Pero no se debe confundir expectativa con esperanza. Una de las principales diferencias entre estos dos fenómenos es su naturaleza: las expectativas tienen sus raíces en la psicología, mientras que la esperanza se fundamenta nítidamente en la pedagogía. Por lo tanto, la esperanza pedagógica, a diferencia de las expectativas, nunca puede adoptar una valoración de carácter negativo, ya que busca siempre el bien del niño o joven en formación. Así mismo, “las expectativas y las previsiones pueden degenerar fácilmente en deseos, anhelos y predicciones”, mientras que la esperanza pedagógica nunca desvanece, debido a que confía de forma totalmente convencida en el gran potencial —muchas veces escondido— que posee el niño o el menor, activando, por lo mismo mecanismos para que el niño crea que puede conseguir un logro. En efecto, la esperanza pedagógica sostiene las expectativas positivas.

  1. La resiliencia. El concepto de resiliencia —del latín resilio— significa volver atrás, rebotar; en física, se considera como la capacidad que tiene un material para recuperarse de la deformación causada por la presión a la cual fue sometido; y en el campo humano se la define como la “capacidad de enfrentarse a situaciones difíciles, incluso aparentemente insuperables, saliendo fortalecidos y transformados”.

Con respecto a la resiliencia de familias de personas con discapacidad, resulta necesaria para que los padres se recuperen del shock inicial y regulen su funcionamiento familiar. Para que esto sea posible es preciso que los padres estén llenos de esperanza, ya que este “complejo intangible” es indispensable en el proceso de afrontamiento y recuperación. Respecto a la correspondencia entre la resiliencia y la esperanza, los niños requieren lazos afectivos confiables, y necesitan de “adultos que les muestren formas inteligentes y honestas de salir adelante y vencer obstáculos”. Por este motivo, en la resiliencia es necesario contar con un educador esperanzado, que sea el pilar fundamental que facilite que el menor se sobreponga y supere las barreras que experimenta en sí mismo.

 

La esperanza en el mundo de la educación, desde una perspectiva convencional

La esperanza en los profesionales de la enseñanza no es pasiva —no se resignan a “esperar” que los cambios sucedan— sino, más bien, “activa y abierta”, rica en deseos y expectativas positivas sobre el progreso de los alumnos. Tampoco es “ingenua”, ya que no descansa en una imagen idealizada del menor, sino que se asienta en el conocimiento real y concreto de cada alumno singular con el que se interactúa; no es un simple optimismo, sino que supone implicarse en una sensata reflexión crítica sobre situaciones escolares o relacionadas, que puedan bajar la “moral” de no pocos profesores. Como afirma Paulo Freire, a) la esperanza debe anclarse en la práctica educativa, puesto que una actitud abierta o encubierta de inacción o de inmovilismo conducen fatídicamente a la desesperanza en relación con la tarea educadora; b) la esperanza “es necesaria pero no es suficiente: ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea; c) prescindir de la esperanza en la lucha por lo más deseable en la misión educativa es una actitud de frívola ilusión, d) en este sentido, sin un mínimo de esperanza, no podemos ni siquiera comenzar el embate en pro del cambio de quienes educamos.

 

La esperanza pedagógica en esta tesis

La esperanza pedagógica es un fenómeno que aún no ha sido estudiado en el ‘contexto padres-hijos’ y más concretamente en el de ‘padres de hijos con síndrome de Down. Aunque esta tesis se basa en los rasgos más esenciales de la esperanza pedagógica —propia de todo tipo de educador: padres, profesores, monitores, etcétera—, así como en sus convicciones y otros principios más destacados, se llevará a cabo, focalmente, en el contexto de ‘padres de hijos con síndrome de Down".

La esperanza pedagógica solo puede darse si tiene como fundamento el “amor pedagógico” que tiene el educador hacia el educando, pues únicamente este amor es el que puede fundamentar la “relación pedagógica” que permita que el adulto viva ese vínculo personal-educador con verdadera esperanza: solamente podemos depositar esperanza en los niños a los que de verdad amamos.

La esperanza pedagógica, no es una sensación psicológica de optimismo, sino una disposición del educador que está arraigada en estas dos profundas convicciones: a) creer en las múltiples posibilidades de los niños y b) creer convencidamente en la influencia positiva que puede ejercer el adulto en los menores a su cargo; es decir todo lo que se haga por el menor no cae en saco roto. ¡Lo importante es regar esa semilla y esperar que a su tiempo ya dará su fruto!

El desarrollo de la tesis está salpicado de numerosos y extensos relatos originales, extraídos de los relatos vividos elaborados por la autora a partir de las entrevistas, que ilustran el pensamiento y la reflexión fenomenológica a los que la entrevista ha dado lugar. A continuación, se mostrarán, a modo de ejemplo, una parte de los hallazgos de la investigación que fueron obtenidos al utilizar el método fenomenológico-hermenéutico para recoger experiencias vividas, y reflejar, escribir y reflexionar sobre ellas desde una perspectiva fenomenológica.

 

Matices de la relación-vivida en la esperanza pedagógica en padres de hijos con síndrome de Down

La esperanza pedagógica de unos padres tiene lugar en la vida cotidiana con su hijo con síndrome de Down. Por tanto, este fenómeno se da dentro de una realidad de relación en donde existe una fusión del ‘ser’ de los padres, la ‘relación’ con su hijo y el ‘hacer’ consecuente de esa relación. Conozcamos algunas pinceladas de cómo la esperanza pedagógica es una experiencia de relación, pues se vive: a) trascendiendo la trisomía 21 porque este/a niño es mi hijo; b) confiando en mi hijo; c) considerando que mi hijo es superior a mí; d) descentrándome de mí; e) poniéndome en los zapatos de mi hijo; f) conectándome sin palabras con mi hijo.

 

  1. La esperanza pedagógica se vive trascendiendo la trisomía 21 porque este niño es mi hijo

Cuando mi hija con síndrome de Down nació, los médicos hicieron muchos comentarios negativos. A todo esto, yo veía a mi niña, a mi hija querida que, desde antes de que naciera, yo ya la amaba; por lo que les dije: “Vosotros no conocéis a esta niña, no sabéis nada de ella, ni lo que va a ser de ella, pero yo sí que sé una cosa: ¡Que es mi hija y que voy a querer para ella lo mejor! Entonces, por favor: ¡No tratéis de adivinar su futuro, porque no lo quiero saber!”.

A pesar de que los médicos han creado una figura negativa de esta niña con síndrome de Down que acaba de nacer, la madre no se desalienta. Entre ella y esa niña hay un lazo que las une. “Mi niña, mi hija querida” —dice esta madre. Ese ‘mi hija’ añade un valor afectivo que precede y sobrepasa cualquier otro tipo de relación entre un adulto y un menor. La niña con síndrome de Down no es cualquier niña, es “mi hija”. El pronombre ‘mi’ en esta expresión de ‘mi hija’ no expresa posesión, sino precisamente la entrañable relación entre esta madre y su hija. Aquí está presente un sentido de pertenencia en el que la persona con síndrome de Down no solo es un ‘otro’ externo, sino que, de algún modo, forma parte de la misma vida de esta madre. La hija es ese ser que esta madre ha llevado en su vientre cuando el mundo desconocía aún su existencia; y ahora la seguirá llevando en el seno áspero y duro del mundo que puede que la quiera rechazar.

Es ahí, en ese ‘mi hija’, en donde tiene lugar la esperanza pedagógica: “¡Voy a querer para ella lo mejor!”. La madre ama a su hija aun antes de que esta naciera, y ya ‘quiere para ella lo mejor’, con una carga de latente confianza. Esta relación tan íntima que se da entre esta madre y su hija es una de las premisas que la mueve a esperar en su niña, sin aún conocer sus puntos fuertes y débiles. Antes de la llegada del pequeño humano ya existe el clima de un ‘cuidado-como-preocupación’ empapado de amor por el otro ser; una disposición que se da no solo en una madre sino también en un padre.

Nosotros no supimos que Patrick tenía síndrome de Down hasta 4 semanas después de su nacimiento, pues él nació prematuro y durante ese tiempo lo pasó en la incubadora. Nosotros todos los días íbamos al hospital e incluso pasábamos las noches allí. El día que nos dieron el diagnóstico obviamente pasé por un shock inicial, pues no me lo esperaba, pero me dije: “¡Esto no es malo! ¿Qué podemos hacer ahora, mi esposa y yo?”.

Recuerdo que ese mismo día la enfermera nos dijo: “Esta noche no hace falta que vengan al hospital a ver a su hijo, pueden irse a casa si están enfadados ... Yo cuidaré esta noche al bebé si se van”. A esto yo le dije: “¿Y por qué haría esto? ... ¡Él es mi hijo y, por supuesto, regresaré esta noche a verlo! ¡Tiene síndrome de Down, pero sigue siendo mi hijo! ¡Seguiré viniendo!” ... ¡Esta es la actitud que he mantenido yo junto a mi esposa durante toda la vida de Patrick desde antes de que naciera!

En esta experiencia vivida, el padre de Patrick admite haber pasado por un “shock inicial” al saber que su hijo tenía síndrome de Down. No obstante, surge de él lo siguiente: “¡Él es mi hijo! ... ¡Tiene síndrome de Down, pero sigue siendo mi hijo!”. Ese niño en la incubadora es de inmensa importancia para este padre. El síndrome de Down está allí con el niño, pero no es un condicionante para que este padre deje de amar a ‘su’ hijo o deje de irlo a ver por las noches en el hospital.

 

  1. La esperanza pedagógica se vive confiando en mi hijo

 “La esperanza confiada es nuestra experiencia de las posibilidades y el desarrollo del niño”, afirma van Manen. En la relación pedagógica entre unos padres y ‘su’ hijo con síndrome de Down, en donde los padres buscan el mayor bien para ese niño, aparece con fuerza el filón de la ‘confianza’, que se encuentra de forma patente dentro del fenómeno de la esperanza pedagógica.

 

Madre [M.]—Nosotros siempre hemos confiado en Anne. Y yo me he dicho: “Si no tengo confianza en mi hija, no voy a intentar hacer nada por ella”. Aunque, a veces, puede que me vengan pensamientos que me inquieten.

Padre [P.]—La primera vez que la dejamos sola en casa fue una noche que mi esposa y yo nos fuimos a cenar. Anne ya nos había dicho: “¡Yo ya puedo estar sola en casa! ¡Iros y dejadme sola!”. Recuerdo que mientras cenábamos estábamos pensando: “¿Qué estará haciendo? ¿Qué no estará haciendo? ¿Qué no sé qué ... qué no sé cuántos?”. Pero, después nos dijimos: “¡Basta! Si nos equivocamos, no pasa nada”. ¡Y mira por dónde, le fue muy bien! Así que, poco a poco, le hemos ido dando más oportunidades. Por ejemplo, este fin de semana, que hemos tenido que irnos fuera, Anne ha estado en casa sola durante más tiempo y no se ha quemado, no ha discutido con nadie y ha estado muy bien.

Es cierto que un poco de ansiedad y preocupación viven estos padres al dejar sola en casa a su hija. Pero ¿qué otra cosa sino el confiar en ella, les permite continuar su cena y darle esta oportunidad? Ciertos pensamientos inquietantes pueden venir al no tener seguridad de qué es lo que puede pasar con una hija con síndrome de Down mientras los padres no están en casa. Sin embargo, “si no tengo confianza en mi hija, no voy a intentar hacer nada por ella” —admite esta madre. Confiar es del todo fundamental dentro de la esperanza pedagógica. Y, más concretamente: para que se pueda dar esa confianza es necesaria esta relación en la que un adulto se fía del menor, ‘su’ hijo con síndrome de Down.

La relación entre padres e hijos da lugar a que, como educadores, uno crea en que su hijo pueda ir construyendo, gracias a la confianza en ellos, su propio porvenir. Ahora bien, mientras los padres van proporcionando oportunidades, pueden surgir temores sobre los riesgos que puede correr ese niño; pero no es menos cierto que, como dice la máxima, si no se arriesga no se gana.

Por otro lado, también hay presente una relación de reciprocidad en la esperanza pedagógica. No hay esperanza sin confianza y no hay confianza sin esperanza. Solo esperando y confiando unos padres tienen la luz para ver las cualidades de un hijo con síndrome de Down y creer en él.

 

  1. La esperanza pedagógica se vive considerando que mi hijo es superior a mí

Lamentablemente, las personas con síndrome de Down y/o discapacidad intelectual suelen ser infravaloradas. Muchas veces, se puede llegar a pensar que nosotros, los neurotípicos, no tenemos nada que aprender de ellos. Siendo esta la tónica generalizada, ¿puede brotar la esperanza pedagógica en un entorno donde el adulto, quien educa, se considera siempre superior? Leamos lo que sigue.

Belén, tiene discapacidad intelectual por su condición cromosómica. Además, todo lo que había progresado en su aprendizaje lo perdió por los ataques de epilepsia que ha tenido, pero yo aprendo de ella todos los días. Mi hija me ha enseñado a vivir el minuto presente. Por ejemplo: Si llueve, mientras algunos podríamos pensar: “¡Oh! ¡Tengo que entrar a casa!”, ella sale, levanta su cara hacia arriba para que caiga la lluvia sobre su rostro. ¡Esto le encanta! ¡Ella disfruta de cada minuto!

Verla tan contenta me hace pensar y cuestionarme: “¿Por qué nosotros nos estamos preocupando acerca de las cosas que nos podrían pasar?”. ¡Belén vive el minuto presente y disfruta de cada cosa que le pasa! Aunque a veces no se comunique verbalmente, yo espero en mi hija y tengo este pensamiento en mi mente: “Belén es de una inteligencia superior y yo no tengo suficiente comprensión para captarle todo”.

“Belén es de una inteligencia superior” —la madre afirma sin dudarlo. ¿No tiene esta joven una discapacidad intelectual que la hace ‘inferior’ de acuerdo con los parámetros establecidos en nuestra sociedad? En esta experiencia vivida, se da una relación asimétrica inusual, pues la madre de Belén es la que se considera ‘menos inteligente’ que su hija. Belén no le enseña a esta madre ciencias ni letras, sino que le enseña a vivir el minuto presente. ‘Mi hija es superior a mí’, expresión que se completa con aquella otra: “yo aprendo de ella todos los días”; y esto porque —según la experiencia de su madre— su hija tiene una mayor sensibilidad para ciertas cosas que puede que mucha gente con una capacidad intelectual sobresaliente escasamente percibe. En cada encuentro, siempre se puede aprender del otro —aun con su discapacidad— que está delante de uno y que puede dar lecciones de vida que enriquezcan notoriamente la visión que uno tiene de personas y de hechos.

La capacidad cognitiva de un hijo con síndrome de Down no le otorga un símbolo de inferioridad a la persona con trisomía 21. Al contrario, su discapacidad intelectual puede ser un motor para que otras habilidades salgan a relucir. Lo cierto es que encarnar la esperanza pedagógica permite a esta madre detenerse, observar a su hija atentamente y aprender esa preciosa lección de lo valioso que es vivir el momento presente. Una relación asimétrica de esta tipología, en donde los padres ven a su hijo/a, de algún modo, como ‘superior’, puede ayudar, sostener y estimular la esperanza, aun cuando no pocas inquietudes surjan, con frecuencia, en el transcurso de sus vidas. Criar y educar con esperanza a un hijo con síndrome de Down supone ver lo bueno y positivo que hay en él; esto es, maravillarse ante el milagro de su vida y de su progreso. Una vez se llega a este punto, el educador se torna de algún modo —incluso— inferior a su hijo. O, dicho de otra manera: ese menor con discapacidad intelectual, que unos padres tienen a su cargo, es el que les causa admiración y les conduce en su actuar.

 

  1. La esperanza pedagógica se vive descentrándome de mí

Esa llamada a responder por ese hijo con síndrome de Down que se tiene delante provoca en unos padres esperar y actuar a su favor hasta el punto de poder llegar a olvidarse de sí para volcarse en el ‘otro’ que es su querido hijo.

En el año 2010, Patrick con 20 años pasó por un coma inducido de 16 días, porque tuvo una traqueotomía y enfermó de neumonía. Él estuvo gravemente enfermo en el hospital con tratamiento de soporte vital durante un largo periodo de tiempo, por haber contraído la gripe porcina. Su cuadro médico era bastante grave, pero Patrick no se rendía y nosotros tampoco. Aun cuando los médicos nos decían: “Tiene muchas complicaciones, por lo que es muy poco probable que sobreviva”, nosotros nos resistíamos a dejarlo solo en su cama, por lo que yo renuncié, incluso, al trabajo para así poder estar las 24 horas del día junto a mi hijo; mi esposo si seguía trabajando. ¡Y es que, no podíamos rendirnos! ¡Si nos rendíamos, era muy posible que también Patrick se rindiera! Por ello, aunque no veíamos respuestas de su parte ... ¡Nunca dejamos solo a Patrick! ¡Sabíamos que él podría con esto!

La madre de Patrick pone en el centro de su vida al hijo que está gravemente enfermo en el hospital. Ella deja a un lado otras tareas —contando con el apoyo de su esposo— y se dedica las veinticuatro horas del día a estar junto a su hijo, acompañándolo tanto física como afectivamente. El ‘otro’ es su prioridad ahora y su ‘yo’ disminuye; siente que debe ocuparse de su hijo ahora. En esa ocasión él la necesita y ella —como madre esperanzada que es— tiene además la confiada convicción de que su hijo podrá superar este trance al que actualmente se enfrenta. Se da aquí un vínculo que es, de algún modo, una ‘no relación’, pues el ‘otro’ que tiene delante no interactúa con ella, pero para la madre es de tanto interés que se olvida de sí misma para estar con él y por él. Aparece aquí ese gesto de no-reciprocidad imprescindible en la esperanza pedagógica, pues cada día que pasa la madre —literalmente— no ve cambios en su hijo.

No obstante, la madre manifiesta: “¡Si nos rendíamos, era muy posible que también Patrick se rindiera!”. Incluso en este caso extremo en que el hijo está en coma, el ‘ser’ de la madre sobrepasa esa relación no recíproca y es capaz de transmitirle un apoyo cargado hasta el colmo de esperanza. Tiene paciencia, está allí presente y espera y sigue esperando. Y esa actitud repleta de confianza de esta madre parece contagiarse a su hijo, de manera que —de un modo casi inexplicable— le transfiere a él una especie de fuerza interna para superar esta prueba.

 

  1. La esperanza pedagógica se vive poniéndome en los zapatos de mi hijo

A Richard, siempre le he ido poniendo retos. Jamás he dicho: “Ay, es que ciertamente tiene síndrome de Down y esto no lo va a comprender”.

Me acuerdo de que ya desde pequeñito, cuando Richard tenía 5 o 6 añitos, al regresar yo del trabajo nos tumbábamos en el suelo, poníamos los pies encima del sillón y nos tomábamos un pequeño tiempo para pensar, conversar e intercambiar ideas. A esto le llamábamos: “pensar con las piernas pa’rriba”.

Hablábamos de cosas y él se ponía a contármelas. Yo le decía: “¿Cómo estás?”, y él me iba respondiendo con gusto. También hablábamos de sus amigos. En otras ocasiones le preguntaba: “Richard, ¿y tú cómo ves esto?” ... Sí, le iba haciendo preguntas sobre distintos temas, porque creía que a él ese ejercicio mental le ayudaba a tener preocupación por lo que sucedía a su alrededor, a ver también qué cosas se pueden hacer o no, a pensar cómo ocupar mejor su tiempo, etc. ¡Qué bien que nos lo pasábamos! Richard lo vivió de una manera muy positiva. Hoy en día seguro que él recuerda con mucho gusto todo ese tiempo que dedicábamos a ese hablar y pensar juntos. Me parece que esto le ha ayudado a ser un chico más reflexivo y con más criterios.

El padre que contó esta anécdota describe con satisfacción que, desde que su hijo con síndrome de Down era pequeño, jamás ha dudado a la hora de ir poniéndole retos. En el fondo, este padre confiaba en que ese charloteo educativo con él, ese gastar con gozo su tiempo en esas tertulias amenas y formativas iba a lograr que su niño hiciera importantes avances. El padre de Richard va forjando con sencilla naturalidad la potencialidad reflexiva de su hijo, porque Richard también es capaz de cultivar esa dimensión de su personalidad. Gracias a ello, en estas charlas distendidas el padre va desarrollando en su hijo criterios que, más adelante, le podrán servir en muchos campos de su vida para distinguir el porqué de su actuar. ¿No está claro esto en la manera en que este padre se dirige muy a menudo a su hijo, a través de inocentes preguntas, como, por ejemplo: “Richard, ¿y tú cómo ves esto?”.

En coherencia con todo ello, este relato muestra el ‘influjo’ que puede tener un padre esperanzado en virtud de lo que él ‘es’ y de todo lo que ‘hace’ por y con su hijo. Quizás un padre sin esperanza pedagógica ni se ‘molesta’ en dialogar así con su pequeño. Pero a este padre le resulta imposible adoptar una postura así, fácil y cómoda. Claramente, él se ve impulsado a ‘sembrar’ momento tras momento, a dedicarse a su hijo en todo lo que intuye que puede hacerle crecer sin esperar ver inmediatamente los frutos de su animosa dedicación.

Aquí el padre y el hijo comparten un agradable espacio de tiempo y una amena interacción que da lugar a un sentido de estrecha y feliz unión entre ambos. La relación interactiva está ahora caracterizada por la intimidad personal y la implicación interna del padre hacia su hijo. “Al regresar yo del trabajo nos tumbábamos en el suelo ... nos tomábamos un pequeño tiempo para pensar, conversar e intercambiar ideas” —afirma él. Puede que el padre haya llegado un poco cansado de su día de trabajo, pero no por eso deja de invertir su tiempo y energía en ese hijo con síndrome de Down tan suyo, pues “para abrirnos (nuestro corazón y nuestra cabeza) a la vida interior del otro debemos dedicarnos a él con cariño y amor”.

Cuando un padre abre su corazón y su mente a la vida interior de él, aunque no se perciba explícitamente, se da una conexión que deja una ‘huella imborrable’ en el menor en formación. Este niño, aun con el paso de los años, recuerda de forma muy positiva esa entrega por parte de su padre. Y es que este padre se sitúa al mismo ‘nivel’ de su hijo y, a partir de ahí, empieza a ‘construir’ ladrillo a ladrillo la personalidad de Richard junto a él. En este flujo interactivo la acostumbrada asimetría centrada en la ‘superioridad’ de un padre tiende a disolverse hasta llegar a transformarse en una relación padre-hijo diferente, más armónica y simétrica. Al sintonizar en la misma frecuencia de Richard, este padre —sin ser del todo consciente— se pone a igual altura que su niño y lo conduce hacia un nivel de desarrollo potencial, ‘estirando’ así sus capacidades.

 

  1. La esperanza pedagógica se vive conectándome sin palabras con mi hijo

La frialdad o indiferencia hacia un hijo con síndrome de Down es un claro obstáculo para que unos padres vivan una genuina esperanza pedagógica. En una atmósfera así no es probable que llegue a darse una profunda relación entre padres-hijos, quedando de ese modo truncada la sintonía con el hijo que se ha presentado en las experiencias de los párrafos anteriores. Por el contrario, en un entorno de calidez y afecto afianzado por los padres es muy natural que exista un acoplamiento tal con él que —aun sin palabra alguna— se genere un clima de auténtica confianza y esperanza.

M.—En el momento que pusieron a Diana en mis brazos, yo vi a mi hija y no vi al síndrome de Down. ¡He visto a mi hija no solo con mis ojos, sino con el alma! Yo he partido de la base de ese ser que tenía delante mío y que yo estaba viendo.

Entrevistadora [E.]—Y, ¿cómo sería ese “ver con el alma?”.

M.—Para mí “ver con el alma” es lo que me ha permitido ver las potencialidades de Diana. No solo me he fijado en los ojitos achinados o en la lengua más grande, sino que me he dicho: “¡Ella [mi hija] es y tiene mucho más que esto! ¡Debo abrirle camino!”. Así, para ir viendo las posibilidades que tiene, yo no me he fijado en lo que ella no es tan buena, sino en lo que sí que puede. Y para mí, ahora mismo ella es perfecta, porque es como es y va haciendo lo máximo que ella puede.

“¡He visto a mi hija no solo con mis ojos, sino con el alma!” —asegura la madre de Diana. ¿Qué significa para esta madre “ver con el alma” a su hija? En su mundo interior, la madre percibe la realidad concreta de su hija y sabe que ella ha nacido con una condición cromosómica. Con todo, esta madre trasciende la exterioridad secundaria de su niña y se abisma en el fondo más sustancial de su ser, no pudiendo así sino exclamar con fuerza: “¡Ella [mi hija] es y tiene mucho más que esto!”. En esta experiencia vivida, la interacción con palabras no está presente, pero se revela una relación madre-hija aún más intensa y profunda que aquella propia del lenguaje hablado. En esta relación la madre ama a su hija por ‘lo que es’, pero, más aún, por la mayor talla humana que ella ‘puede llegar a alcanzar’; y es por ello por lo que, comprometida y esperanzadamente, afirma: “¡Debo abrirle camino!”.

‘Ver con el alma’ es, en este caso, vislumbrar penetrantemente la inmensa belleza interior que posee esa hija; o, dicho de otro modo, ‘ver con el alma’ es algo así como contemplarla con el corazón. Es con esa sensibilidad como esta madre va mucho más allá de todo lo accidental: “los ojitos achinados o la lengua más grande”. Así es como llega a penetrar en lo más hondo del ser de su hija, fijándose atentamente en aquello que no perece, sino que más bien crece: ese valor insondable y ese potencial incalculable que la niña lleva consigo en su interior. En esta línea, ya escribió sabiamente Antoine de Saint-Exupéry: “solo con el corazón se puede ver bien; [porque] lo esencial es invisible a los ojos”.

Lo esencial en Diana no habría sido percibido con una mirada superficial, la cual probablemente se habría quedado ciega ante la fachada exterior propia del síndrome de Down. Y es que, si se mira la realidad desde la fría razón, tal vez no haya lugar para la esperanza pedagógica, pues “el corazón tiene razones que la razón no conoce”. La razón quizás se habría “fijado en lo que ella no es tan buena”. Sin embargo, esta madre ve con alma y corazón a su hija porque “ahora mismo ella es perfecta”, pues su hija ‘es mucho más’ que el síndrome de Down. Una relación personal así puede alcanzar todo un influjo capaz de marcar muy positivamente la vida de una persona con síndrome de Down. Cuando el padre o la madre derrocha incansablemente una auténtica esperanza en su hijo, se suscita en él “una animosa confianza en la capacidad latente en los recónditos estratos de su interioridad”.

Nota final. Es intención de la autora publicar un libro-guía para padres-educadores, que exponga con detalle las bases teóricas y las consecuencias prácticas de los hallazgos obtenidos en esta tesis.