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Ética, educación y síndrome de Down
Beatriz Garvía
Psicóloga clínica experta en síndrome de Down
La ética es una disciplina de la filosofía que estudia el comportamiento humano y la moral e indica cómo se debe actuar. La ética hace referencia a las nociones del bien y del mal, a los preceptos morales, al deber y al bienestar común. Por lo tanto, se puede definir como la ciencia del comportamiento moral. Implica sistematizar, definir, defender y recomendar conceptos de conducta correcta. Y establece cómo deben actuar o comportarse los seres humanos.
Cada persona, tenga discapacidad o no, construye su identidad, se va forjando una imagen de lo que es y desea ser en una sociedad. Y la sociedad está obligada a incluir a todos sus miembros. En la construcción de la identidad la familia juega un papel de suma importancia, ya que infunde los valores éticos y morales, enseñando lo que está bien y lo que está mal para que la persona tenga su propio criterio ético, entendido como la capacidad para decidir si algo está moralmente correcto o no.
Los valores son, pues, una guía del comportamiento para regular la conducta humana y favorecer el desarrollo y la superación del egocentrismo infantil; los valores fomentan las actividades cooperativas, enseñan a resolver conflictos y facilitan la inclusión social. Es decir, los valores nos enseñan a comportarnos, a establecer prioridades (lo que es importante y lo que no lo es), a valorar las cosas, a respetarnos y a escuchar a los demás. Aprendemos, con la educación en valores, a tolerar, a perdonar, a ser solidarios, a compartir, a ser agradecidos, a colaborar, a ser pacientes, a ser empáticos y a ser responsables. La crianza con valores favorece el desarrollo y la autonomía y alimenta la autoestima.
Los valores, la ética, el comportamiento adecuado se transmiten, también, desde la familia que es donde se adquieren las primeras experiencias: los niños observan y aprenden. Y responden según sean tratados. Y este “RESPONDER COMO SEA TRATADO” nos remite a las personas con síndrome de Down. El niño con síndrome de Down necesita ser educado en valores; necesita saber lo que está bien y lo que está mal ―igual que todos los niños― y no se le debe permitir transgredir normas o dejarle hacer lo que desea para que no se frustre porque, si no se le educa en valores, no va a llegar a ser un adulto con un comportamiento ético y social adecuado.
Para posibilitar el crecimiento hay que depositar confianza en el otro, confiar en sus recursos, en sus logros, y permitir que aprenda de sus frustraciones y errores. Esto, que está claro, a veces resulta difícil de transmitir al niño con discapacidad, al que, inevitablemente, se sobre-protege: “que sea feliz”. Pero la felicidad no se consigue sin valores y sin ética.
Los padres tienen que tener muy claro que sus hijos con síndrome de Down crecen ―como los otros hijos―, no son niños eternos. Y es muy importante ayudarles a crecer, imaginarles adultos. Los adolescentes sin discapacidad se alejan de los padres porque quieren convertirse en adultos. Los adolescentes con discapacidad no lo hacen por sí mismos. Por lo tanto, debemos facilitar este alejamiento, evitar la sobre-protección, favorecer su evolución y educarles en la solidaridad, la tolerancia, la empatía y la responsabilidad para que construyan su propia vida. Debemos tolerar que fracasen y que tropiecen y ayudarles a levantarse; nunca evitar el tropiezo, porque si no, no sabrán levantarse.
Acabo con una maravillosa cita de Moisés Broggi:
“Todo el mundo es constructor de la propia vida y la construye con las capacidades que tiene o que puede llegar a tener, capacidades intelectuales, pero sobre todo afectivas, lo que a menudo se olvida. Los demás somos espectadores o, como máximo, podemos intervenir como ayudantes en lo que el otro necesite. Es cada conciudadano quien va haciendo una obra improvisada que será única. Cada uno la construye con recuerdos y valores, priorizándolos, cambiándolos, incorporándolos. Una persona necesitará mucha ayuda y otra menos. La ayuda que ofrecemos debe basarse en no destruir su autoconstrucción, en no caer en la tentación de usurpar su capacidad, sino en potenciarla. El valor de la obra no está en su ejemplaridad, ni en su utilidad, ni en su belleza aparente, está en su autenticidad y en la autoestima que pueda producir a quien la realiza. La mirada de los otros no debe ser valorativa de la obra, sino del esfuerzo en hacerla”.