Artículo Profesional: síndrome de Down, paradojas y medicina
Carta abierta a los estudiantes de Medicina: el síndrome de Down, paradojas y medicina
George Estreich
Si estás leyendo esto, podrás ser cualquiera ―un bioético, un amigo de Facebook, un adulto con síndrome de Down―, pero el "tú" que tengo en mi mente es un futuro médico. Como escritor y padre de una persona con síndrome de Down, mi propósito es compartir preguntas y reflexiones que pueden serte útiles. Los encuentros o visitas de carácter clínico que implican a personas con discapacidad intelectual pueden ser al mismo tiempo intensas y complejas; comprender las complejidades puede ayudar a mejorarlas, favoreciendo que los clínicos vean al paciente con mayor claridad. Me centraré en el síndrome de Down porque es lo que mejor conozco; pero en último término quiero destacar las semejanzas d las personas con síndrome de Down con las que muestran otros tipos de discapacidad, así como con todos nosotros quienes, por el hecho de carecer de condiciones etiquetadas, presumimos de ser "normales".
Llegados a este punto, puedes esperar ser regañado o inspirado. En el primer caso, recordaría una anécdota que implicaba a un médico insensible y te alertaría contra una conducta análoga, quizá previniéndote contra un lenguaje ofensivo para las personas con discapacidad. En el segundo, te ofrecería un relato atractivo, positivo sobre mi hija, que te inspiraría así a reconocer su esencial humanidad, a verla como persona y no como un diagnóstico.
Este tipo de escritos son corrientes y tienen su utilidad. Pero aun así trato de evitarlos. En términos prácticos, ninguno ha sido destacado por su esclarecimiento, y lo que llamamos "inspiración" es a menudo sentimiento armado, un ariete con un Mensaje Positivo impreso al final. Aunque he escrito un libro sobre mi hija[1], la humanidad y el valor de las personas con síndrome de Down ―y la de personas con otras discapacidades, definidas sean como sean― son para mí un punto de inicio, no un destino para persuadir. Uno no necesitaría disponer de un relato inspirador para ser valorado.
Escribí el libro sobre mi hija por muchas razones, pero una fue que desde que resultó inevitable que llamara la atención, yo podría también hacerme a ello. Si la gente iba a mantener su mirada, yo podría también prestar cierta profundidad a ese cuadro; porque, tal como descubrí, ellos mantenían su mirada a una proyección. Esta proyección ―llamémosla una imagen o espíritu "acariciable"― era una forma vaga, un diagnóstico con una personalidad, una mezcla de dulzura y tragedia, de ángeles y de cardiopatías y de edad materna. Era un modo de imaginar el síndrome de Down, pero ocultaba al individuo. La proyección, la imagen, oscurecía a la hija.
En ese libro, mi proyecto fue recuperar a la niña que había que ver. En esta carta, mi proyecto es ayudar a expulsar ese espíritu de la sala de exploración. Con ese objetivo, quiero analizar algunos de los obstáculos para contemplar a las personas con síndrome de Down de un modo claro y en sus propios términos, y sugerir una paradoja: puesto que uno de los principales obstáculos es la descripción médica de esta condición, un médico reflexivo necesitará no sólo absorber el conocimiento descriptivo sino también ser capaz de dejarlo a un lado.
Nadie afirma que las personas con cáncer de pulmón tienen una personalidad particular, pero la idea de que existe una "personalidad síndrome de Down" (dulce, cariñosa, alegre) es, en mi experiencia, frecuente entre los médicos. Es menos frecuente entre los padres, pero incluso cuando se afirma, se hace habitualmente para apoyar una historia individual, y no una idea de uniformidad diagnóstica. Los padres tienen clara conciencia de la personalidad individual y la vida concreta de su hijo, su historia en el tiempo.
La tendencia a igualar diagnóstico con personalidad hunde sus raíces en la historia de la medicina, y en último término en la historia del pensamiento de Occidente sobre la raza. La condición que hoy se conoce como síndrome de Down fue descrita primero en la medicina de Occidente en 1866, por el joven médico John Langdon Down, a la sazón superintendente médico del Royal Earlswood Asylum for Idiots. Cuando el Dr. Down bautizó la condición "Idiocia mongólica", creyendo que los "idiotas" a su cuidado habían descendido una jerarquía de razas in utero, él injertó ideas sobre la raza en ideas sobre la discapacidad. Fue un error brillante, un golpe de reflexión confusa: el catálogo podría incorporar tanto los rasgos observables como las características presuntamente étnicas. Down no fue racista y en su tratamiento a los residentes en el asilo fue por delante de su tiempo. Pero vio a los individuos bajo su cuidado a través de las lentes de los atributos de grupo.
Por esta razón, la pretensión de que las personas con síndrome de Down son "dulces", aunque bien intencionada, me deja incómodo. Alimenta la percepción de que el síndrome de Down es la necesidad especial "buena", la atractiva, lo que supone una injusticia para los chicos con dificultades de conducta. Puede también fallar el tiro en muchas direcciones: los niños con síndrome de Down, de los que se espera que sean dulces pero no lo son, pueden ser considerados como decepcionantes; a menudo se espera que los niños con síndrome de Down abracen a personas ajenas a ellos, un problema real a la vista de la alta tasa de abuso sexual cometido contra mujeres con discapacidad intelectual; los niños con síndrome de Down pueden ser vistos principalmente en términos de cualidades estáticas de conducta y no en los términos en que pueden aprender.
Y sobre todo, "dulce" es algo que dices de un niño. Pero las personas con síndrome de Down tienen ahora una esperanza de vida de cerca de 60 años. Si los consideramos como niños permanentes, seremos menos capaces de imaginas un lugar para ellos en el mundo de los adultos.
Disponemos de pocas certezas sobre el síndrome de Down. Puesto que sabemos dónde comienza (con una no-disyunción, o un fallo de una pareja de cromosomas durante la división de las células) y cuál es el resultado (un bebé con un conjunto de rasgos típicos), podemos creer, demasiado fácilmente, que ya lo sabemos todo. Pero la condición es increíblemente variable, y esas variaciones, entrando en un mundo cambiante, terminan por originar muchos y diferentes resultados.
Irónicamente, entre todas las probabilidades, posibilidades, y remotas casualidades asociadas al síndrome de Down, la primera certeza ―que se llamó "retraso"― no está de forma clara dentro de los dominios de la medicina. Una cosa es tener un defecto del canal atrioventricular, o una leucemia. Pero ser menos capaz que la mayoría para manipular la información, o para razonar conceptos abstractos, es otra. No es sólo que las personas con síndrome de Down tienen un abanico de capacidades, las cuales se superponen con el rango considerado normal. Es que la propia capacidad no puede ser medida o considerada fuera del contexto social.
Incluso prescindiendo de una larga historia sobre la poca estima que se tiene en relación con lo que las personas con síndrome de Down pueden hacer, vale la pena observar que las personas con discapacidad intelectual, además de estar entre las minorías más menospreciadas en nuestra cultura, están estereotipadas bajo una cruel visión por una sociedad que premia la capacidad y los éxitos intelectuales. Para negociar nuestra abundancia de textos, la democracia de la Era de la Información exige un grado sin precedentes de alfabetización y habilidad tecnológica. En el trabajo, en la educación, esas habilidades son altamente incentivadas. Sin duda, nuestro sistema educativo nos incita a igualar ejecución intelectual con autoestima, para motivarnos al contemplarnos a nosotros mismos en función de los grados y realizaciones conseguidos. Al enseñar inglés a nivel universitario, he podido confirmar esto en muchos de mis estudiantes; y en mí mismo también, una lección que he aprendido demasiado hondamente como para olvidarla.
Lo que me devuelve hacia ti, lector. No entras en la escuela de medicina sin tomar muy en serio tu propia habilidad ―y particularmente la capacidad intelectual. Todo el proyecto asume capacidades que tienden a estar disminuidas en las personas con síndrome de Down: habilidades para el lenguaje y los números, facilidad para la abstracción, capacidad de procesar, retener y manipular cantidades grandes de información.
La cuestión, entonces, está en cómo imaginar el valor de las personas que carecen de esas habilidades: cómo valorar tu propio logro sin devaluar a aquellos para quienes tales logros les resulta difíciles o imposibles de conseguir. Mucho en nuestra cultura, desde los insultos generalizados basados en la inteligencia, hasta las definiciones médicas de normalidad y la relativa invisibilidad de las personas con discapacidad, nos enseña separación. Las consultas médicas tienden a tener lugar a través de un golfo, una sima que es al mismo tiempo estrecha y profunda. La cuestión es cómo saltar sobre ella.
La división entre el doctor y su paciente intelectualmente discapacitado puede ser enmarcada como una división entre lo capaz y lo discapaz. Pero pienso que es mejor considerarlo en términos de poder interpretativo.
Ser intelectualmente discapacitado es que tu vida sea sinónimo de que tu opinión no merece ser atendida: en Facebook, en cualquier sección de comentarios, en la conversación; eso es lo que las palabras idiota, imbécil, retrasado significan. A la inversa, ser un médico confiere autoridad: tus palabras importan, valoradas no sólo por el estudio, la experiencia y tu consiguiente maestría, o por el prestigio adscrito a tu profesión, sino también por tu bata blanca, el estetoscopio, las sucesivas barreras humanas (recepcionista, enfermera) que marcan una cita, todo ese ritual de puertas que te separan de tu paciente.
En otras palabras, dispones de poder para declarar los significados. Paradójicamente, tu mejor aprendizaje puede ser refrenarte de utilizar ese poder. Es decir, además de tratar a un determinado paciente con síndrome de Down como a cualquier otro, tu poder de declarar significados entraña no pronunciar lo que es un paciente o qué significa su vida, sino, en cambio, aprender a escucharle.
Desde el momento en que un niño es diagnosticado con una discapacidad, sus padres se ven inundados de interpretaciones, consejos y futuros previsibles. Pero las previsiones y las interpretaciones, aun siendo confortables, pueden ser menos útiles que una incertidumbre honradamente expuesta. Para cualquier niño, los agentes de su crianza ―padres, clínicos, terapeutas, educadores― están ahí para ayudarle a mantener su futuro tan abierto como sea posible. De ese modo, el niño, cuando esté preparado (cuando ya no sea más un paciente, no sea más un niño) podrá empezar a encontrar su propio camino, y a encontrar el sentido para sí mismo.
George Streich es el autor de un testimonio sobre cómo criar una hija con síndrome de Down, The Shape of the Eye (Penguin, 2013), que ganó el Premio Oregon Book 2012 para No ficción Creativa. Sus escritos han sido publicados en The Open Bar, Biopolitical Times, The Oregonian, Salon y el New York Times.
El presente artículo es traducción autorizada del publicado en AMA Journal of Ethics, Abril 2016, Vol. 18 (4): 438-441.
Estreich G. The Shape of the Eye. New York, NY: Tarcher Penguin; 2013