Editorial: ¿Servir a, o servirse de?
Así planteada, la pregunta suena un tanto maniquea. ¿Quién no trata de ayudar y, al mismo tiempo y de algún modo, ayudarse? Aceptada la ambivalencia intrínseca del ser humano que se mueve entre la generosidad y el egoísmo, entre el desprendimiento hasta el heroísmo y la prevalencia del yo hasta la destrucción del otro, lo que preocupa es que esta ambivalencia tome carta de naturaleza en el mundo de quienes tratan y atienden a las personas con discapacidad. Y muy especialmente si la discapacidad es mental, porque estas personas carecen de instrumentos para darse cuenta de hasta qué punto pueden llegar a ser manipuladas.
Las necesidades hay que atenderlas; esto es indudable. Hay que saber detectarlas, descubrirlas, para satisfacerlas. Pero hay quienes se esfuerzan en detectarlas para cumplir su misión de servicio, y hay quien organiza su búsqueda para, al amparo de una necesidad, crear un negocio rentable. Ambas conductas son legítimas, en principio. Si la primera no se organiza en términos eficaces, acabará en fracaso con su mejor intención. Si la segunda se deja llevar por el vértigo del lucro, desatenderá las necesidades humanas de las personas y caerá en la guerra de la competitividad: máximo rendimiento con mínimos gastos.
Vemos en ocasiones que una idea brillante surgida para atender a un grupo de personas con discapacidad se ha convertido, casi insensiblemente, en el modo de vida de quienes la pusieron en práctica. Y no es malo que sea su modo de vida siempre y cuando se compatibilicen de tal modo los intereses, que no termine convirtiéndose en fin lo que al principio fue concebido como medio. Cabe recordar aquella iniciativa educativa programada con todo interés, equipada modernamente, que parecía iba a solucionar los problemas de aquella región. Hasta que llegó el momento de programar los horarios; poco a poco éstos fueron adaptados a los intereses del personal del centro, y no a las necesidades reales de los usuarios y de sus familias. Y así le fue.
No es difícil que, insensiblemente, se vaya desvaneciendo el brillo original de una iniciativa. Y no es sólo cuestión de cansancio; es un modo imperceptible de que pujen y refloten nuestras propias conveniencias sobre las de las personas que motivaron nuestra iniciativa. Preocupación especial nos debería producir si, además, en el desarrollo de esa iniciativa surgieran el afán de protagonismo, las luchas por el poder, los trampolines para introducirse en otros ámbitos ciudadanos al margen del mundo de la discapacidad.
Al organizar nuestros sistemas y nuestros instrumentos de trabajo, hemos de reconocer que atender a una persona con discapacidad no es sólo hacerla vivir, ni tan siquiera mantenerla ocupada. Es ayudarle crecer de acuerdo con su edad, con sus posibilidades, con sus medios y con sus características. El crecimiento de su humanidad ha de atender a la persona toda, no para hacer de ella un robot sino para que disfrute de su enriquecimiento personal. Cómo hacer compatible esta visión de auténtico “servicio a” con el concepto de rentabilidad ―personal e institucional― es algo que habrá de ponderarse en cada caso. Pero, al menos, que no nos confundamos en la selección de objetivos y, sobre todo, en la selección de las personas que han de llevarlos a término.
Cada tipo de discapacidad exige una determinada conducta rehabilitadora. Cada grado de discapacidad necesita una atención ajustada a ella. Cada edad presenta unas características propias a las que hay que adaptarse. Cada crecimiento de hoy influye en las nuevas necesidades del mañana. Todo esto requiere un análisis permanente, una constante disposición a profundizar en las necesidades del discapacitado y un replanteamiento periódico de cuáles son los fines auténticos y cuáles los medios. Si los profesionales que, directa o indirectamente, están comprometidos con el mundo de la discapacidad no tienen en cuenta estos principios fundamentales, nuestras instituciones y nuestras empresas dejarán de estar organizadas al servicio de los que deberían ser sus principales beneficiarios. Terminarán por primar entonces el afán de prestigio, el deseo de poder, o el interés por el lucro.
Se dirá que esto debería ser cierto en cualquier caso y situación, con o sin discapacidad; y es verdad. Pero quien no tiene una discapacidad, dispone de muchos más recursos propios para compensar las desviaciones de un servicio viciado en su ejecución. En cambio quien tiene discapacidad, vive en permanente situación de dependencia de ese servicio. Por eso es tan importante que el servicio haga honor a su nombre, y realmente contribuya a fomentar el crecimiento del ser humano, y no para truncar sus esperanzas.
Comentarios
En tantos años de estar navegando por los mares de las OSC de y para personas con discapacidad, he visto estas dyalidades.
Ya en los años 1980 la entonces Liga Internacional, hoy Inclusión Internacional, advertía sobre el riesgo de olvidarnos de a quiénes servimos.
Impecable!!! Muchas gracias por poner esta dimensión de nuestro accionar y perspectivas nuevamente en la agenda.