Editorial: La alegría
Somos cada vez más reacios a aceptar generalizaciones y etiquetas relacionadas con las personas con síndrome de Down. Y con toda razón. Porque somos cada vez más conscientes de la individualidad de cada individuo, de la singularidad de sus cualidades y sus limitaciones. Pese a ello, así como hay rasgos físicos que permiten identificarlas con cierta seguridad ―aun contando con evidentes diferencias personales entre cada una―, el trato diario nos induce a aceptar que muestran otros rasgos más íntimos que brotan en ellos de forma espontánea con inusitada presencia. Basta observar la sonrisa que con frecuencia culmina en la risa y en la carcajada; el placer que manifiestan, a veces de forma exagerada, en los encuentros; la rapidez con que se incorporan a situaciones marcadas por la música o el baile; las patentes muestras de satisfacción y de respuesta agradecida, y hasta exagerada, ante el aplauso. Quizá se pudiera resumir todo ello aceptando que poseen una innata tendencia a la alegría y a manifestarla sin inhibiciones. Miles de fotos, vídeos, películas inundan las redes sociales para mostrar todas estas expresiones.
El caso es que el curso de su vida no carece de contrariedades, tanto más impactantes cuanto más conscientes van siendo de su propia identidad y van consiguiendo mayor capacidad de reflexión y análisis. Con frecuencia han de sufrir y superar procesos patológicos con todas sus consecuencias (exploraciones, ingresos hospitalarios, terapias molestas); comprueban las dificultades que tienen para comunicarse de una manera inmediata y fluida; observan el esfuerzo que han de hacer para avanzar en el conocimiento y el aprendizaje; son mudos testigos de que la diferencia les señala y, con demasiada frecuencia, los segrega.
¿Podríamos hablar de dos potencias o fuerzas contrapuestas: su disposición natural a expresar su alegría frente a las realidades adversas que la frenan? Y si así fuera, ¿cómo conseguir que prevalezca la primera fuerza pese a la presencia insoslayable de la segunda? Es decir, lograr que el espíritu animoso y alegre predomine a lo largo de las diferentes etapas de la vida ―cada una con sus propias exigencias y características―, y se sobreponga a las dificultades propias y ajenas. Nos topamos, una vez más, con la necesidad de armonizar las fuerzas.
La persona con síndrome de Down debe:
- saber quién es y cómo es: su identidad
- sentir plenamente a su alrededor y en toda circunstancia que su existencia es fuente de alegría: es tarea nuestra
- ser dotada, mediante la educación, de conocimientos que, incrementando sus propias capacidades, le ayuden a reflexionar, aceptarse y desarrollar sus cualidades
- tener oportunidades para disfrutar de su alegría y transmitirla a su alrededor
Es preciso, por nuestra parte, que sepamos canalizar esa alegría. Que no se quede en meras expresiones lúdicas sino que también se interiorice y se convierta en la savia que nutre sus diversas actividades. Cultivar la alegría no está reñido con la exigencia de promover el conocimiento: conocimientos que enriquezcan su personalidad, incrementen su capacidad para la información, hagan progresar su capacidad reflexiva, permitan acceder a niveles cada vez más elevados en su convivencia ciudadana, en su trabajo, en su tiempo de ocio, en sus relaciones.
Cultivar la personalidad marcada por la alegría es el mejor antídoto frente a la adversidad, a la posibilidad del decaimiento, o al fantasma acechante de la depresión. Es el mejor modo de desarrollar la necesaria resiliencia.
Comentarios
gen que tienen de más, es el gen de la felicidad