Editorial: Envejecimiento a la carta
Envejecimiento a la carta
Una maravilla del ser humano es su capacidad de crear. Pero hay otra que la supera: la capacidad de prever y saber resolver.
Hay quienes, ante el envejecimiento ―tan previsible―, adoptan una actitud negadora o, peor aún, catastrofista. Mejor no pensar. Y si pensamos, nos desolamos.
¿Cuál es la vivencia personal e íntima con que afrontamos una etapa en la que ciertas capacidades menguarán y ciertas dificultades crecerán?. ¿Cuántas y en qué grado lo harán, las unas y las otras? ¿Hasta qué punto asumo que un tanto por ciento no pequeño de lo que ocurra en mi vejez depende de mi propio proyecto de vida?
Si ahora transferimos nuestra reflexión al envejecimiento de la persona con discapacidad, y muy especialmente la discapacidad intelectual ―dejando de lado ahora la vertiente económica del problema―, padres, educadores, cuidadores, etc. Tenemos que incorporar la convicción y la responsabilidad de que la ancianidad de estas personas depende en gran medida del proyecto vital que, desde pequeñas, hayamos perfilado y que a lo largo de los años vamos encauzándolo para ellas. Eso es saber resolver.
La mejor preparación para el envejecimiento de cualquier individuo es el desarrollo de la madurez durante su etapa adulta. Este principio es tan válido o más para la persona con discapacidad. Si aceptamos que, al aumentar la edad, concurren cambios fisiológicos que afectan también a la propia estabilidad psíquica, y que por tanto requieren una mayor dosis de apoyo, la inestabilidad será tanto mayor cuanto peor preparada se encuentre la persona.
La cuestión está en saber si decididamente optamos por una formación dirigida a maximizar la vida autónoma de la persona con discapacidad, o si optamos ―intencionada o insensiblemente-― por la preparación para la dependencia. La calidad de vida del anciano con discapacidad cambia radicalmente según sea esta opción. Es evidente que muchos de los problemas que sobrevienen lo hacen “a pesar de” nuestras previsiones. Hay pérdidas en las habilidades del área sensorial o del área motriz que aparecerán con independencia de lo que hagamos; pero sus consecuencias pueden ser atenuadas en función de las capacidades desarrolladas a lo largo de la vida. Malamente suplirá con la utilización de la capacidad visual quien pierda su capacidad auditiva, si no se le ha enseñado a desarrollar la visión para algo más que ver la tele. Malamente podrá realizar el necesario ejercicio físico aquel a quien hemos permitido pasar apoltronado horas enteras. Difícilmente podremos captar los sentimientos que agarrotan la mente de un anciano en sus momentos difíciles y darles salida, si no le hemos ayudado y acostumbrado a expresarlos durante su vida adulta, porque ni ha tenido amigos ni le hemos dado oportunidades para comunicarse espontáneamente.
La ancianidad tiende a aislar la vida física y mental del individuo, merma sus iniciativas, entibia sus energías, enfría sus intereses. Es decisivo, por tanto, que en la planificación de la formación de las personas con discapacidad contemplemos como áreas prioritarias las siguientes:
- la autonomía más elemental (p. ej., la alimentación, las necesidades fisiológicas, el vestido, el aseo y cuidado personal);
- la comunicación y la vida afectiva (p. ej., la integración social, el lenguaje tanto receptivo como expresivo, el gozo de verdaderas amistades);
- el aprendizaje (p. ej., la lectura y escritura, el tiempo, el cálculo elemental, el seguimiento de los acontecimientos deportivos, culturales, políticos);
- las habilidades específicas (p. ej., tareas laborales en casa y en su puesto de trabajo, disfrute del ocio y del tiempo libre, manejo elemental del dinero);
- la introducción y el entrenamiento en la toma de decisiones a lo largo de su vida, atemperada a sus capacidades y circunstancias.
El grado de desarrollo alcanzado ―es decir, trabajado con constancia, con convicción y con objetivos claros― va a marcar decisivamente la calidad del envejecimiento de las personas con discapacidad. Por consiguiente, si sabemos que determinadas vicisitudes habrán de quedar completamente al margen de nuestro control, habremos de cuidar muy mucho que las variables que dependen de nosotros sean una auténtica inversión, constituyan un seguro, un especial “fondo de pensión” que permita mantener, hasta donde sea posible, la calidad de una vida dignamente vivida en sus más postreras etapas.
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